La Jornada Semanal, 1 de marzo de 1998
Ya he hablado en otras ocasiones de lo que ha dado en llamarse ``el lenguaje políticamente correcto'', pero me temo que nunca serán bastantes mientras esa plaga no haya sido erradicada de nuestras sociedades o, como parece ser el caso, vaya a más hasta alcanzar verdaderas cotas de imbecilidad. Lo cierto es que hace unas semanas me contó un periodista alemán que en su país, hoy en día, está prohibido que la policía, en las descripciones tanto de los delincuentes como de los desaparecidos que busca, incluya la menor referencia al color de la piel y a los diferentes acentos, pues la mención de tales datos se considera ``discriminatoria'' y hasta ``racista''. Que haya unos cuantos cretinos tratando de imponer semejantes restricciones, bueno, eso nadie puede evitarlo; pero lo grave es que esas imposiciones prosperen y sean acatadas nada menos que por la policía, que sin duda verá muy dificultada su tarea de busca y captura, con el consiguiente perjuicio para el conjunto de los ciudadanos. Se ha procurado siempre disponer de las descripciones más completas para dar con alguien escurridizo, hasta el punto de que se apreciaban especialmente los datos sobre cicatrices, tatuajes y demás singularidades. ¿Qué sentido tiene proporcionar ahora una descripción detallada de la vestimenta, la estatura, el peso y el color de los ojos, cuando no puede mencionarse si el fugitivo o el secuestrado es negro, blanco, amarillo u oliváceo, que, dicho sea de paso, es lo primero que a todos nos salta a la vista en cuanto vemos a alguien? En menor grado, yo he vivido en Estados Unidos parecidas situaciones ridículas, por ejemplo estar hablando con un profesor de tres alumnas que teníamos ante los ojos -una de las cuales era negra-, y sostener el siguiente y absurdo diálogo:
Él: La de los pantalones vaqueros es muy
inteligente, Janet.
Yo: ¿Cuál de ellas? Las tres llevan pantalones vaqueros.
Él: Es cierto. La del pelo rizado.
Yo: Hay dos con el pelo rizado, ¿la morena?
Él: Sí, es morena, pero me refiero a la que es un poquito más
alta.
Yo: Yo las veo de la misma estatura, ¿se refiere usted a la negra?
Él: Bueno, yo nunca la llamaría así. Su raza y el color de su piel
son indiferentes, no son elementos que deben tenerse en
cuenta.
Según para qué. Por ejemplo, sí eran elementos útiles a la hora de ahorrarnos un diálogo estúpido y una pérdida de tiempo. Yo he sido testigo de virguerías como esta y otras peores para evitar la palabra ``negro'', o ``mulato'', u ``oriental'', que no se sabe por qué en Estados Unidos ya es ``incorrecta'' (a lo sumo puede decirse ``asiático''). Es como si se hubiera perdido toda naturalidad. Hablar de tres mujeres en la distancia y decir ``la negra'' para referirse a la que es de esa raza, es tan normal y tan escasamente racista como sería escasamente ``capilarista'' decir ``la pelirroja'', ``la rubia'' o ``la castaña''. Todos sabemos que ese tipo de comentario inocente y puramente utilitario no implica nada, ni a favor ni en contra de la persona así señalada. Y aún diría más: el verdadero y más peligroso racismo consiste en hacer precisamente lo de aquel profesor americano o lo de la policía alemana: es la evitación artificial, rebuscada, escrupulosa y maniática de estas referencias lo que justamente indica que quienes las evitan tienen muy presentes la raza y el color de la gente, tanto que incurrirán en cualquier disparate antes que mencionarlos. Quienes ponen tanto cuidado en abstenerse de tales menciones, son aquellos para los que la pertenencia a una raza o a otra hace efectivamente distintos a los hombres y las mujeres. Y lo mismo cabe decir de quienes se preocupan extremada y patológicamente de no señalar a alguien como ``mujer'' ni como ``varón'': ellos son los ``sexistas'', y no quienes denominan con naturalidad a las personas por su género, como un elemento más entre muchos otros distintivos. Es conocido el caso de aquella señora cuyo apellido era Kellerman y que decidió cambiárselo a Kellerperson, para así evitar que la palabra ``man'' (``hombre'' en inglés) formara parte de su muy femenina personalidad. No cabe duda de que la obsesiva y la sexista era la señora Kellerperson, no quienes pronunciaban su anterior apellido con absoluta espontaneidad y sin siquiera caer en la cuenta de que contenía la terminación demoniaca que tanto la ofendía y atormentaba.