La Jornada Semanal, 1 de marzo de 1998



VOLVER A LA TIERRA BALDIA


Jorge Alcázar


El incansable José Emilio Pacheco ha perfeccionado sus traducciones de los Cuatro Cuartetos de T.S. Eliot. Con este motivo, regresamos a uno de los poetas centrales del siglo XX. Para empezar, ofrecemos el documentado acercamiento de Jorge Alcázar a La tierra baldía.



The Waste Land tal vez sea uno de los textos poéticos más influyentes de este siglo. Para algunos críticos puede representar la futilidad y el tedio de la vida moderna, la desilusión generacional posterior a la guerra; para otros, encarna el triunfo de una técnica literaria, la revolución de la palabra, las fecundas posibilidades del pastiche y la intertextualidad. Para contrarrestar la imputación de desorden y oscurantismo verbal que se le había achacado, un académico, I. A. Richards, en un apéndice de Principles of Literary Criticism (1925) llamó la atención sobre ``la música de ideas'' que permea al poema. Cuando Eliot lo recitó un domingo en casa de los Woolf, Virginia anotó en su diario: ``He sang it & chanted it rhythmed it.'' Y esto fue lo primero que atrajo a los jóvenes universitarios, quienes en oposición a sus mayores lo canturreaban como una obra de culto. Pero el poema también contiene un lado personal, como lo hizo ver Mary Hutchinson, una asistente a esa lectura dominical de junio de 1922: la autobiografía melancólica de Thomas Stearns Eliot. Y este rasgo no pasó inadvertido para Edmund Wilson quien, en su primer contacto con la obra, la caracterizó como un alarido de profundis, ``el grito de un hombre al borde de la demencia''.

Los meses precedentes a la escritura del poema fueron difíciles para Eliot. Su esposa Vivien, cansada de cuidar a su padre, decayó y tuvo que pasar buena parteÊde mayo de 1921 en el campo, recuperándose. En junio llegó a Londres la madre de Eliot, acompañada por sus hijos Henry y Marian, por lo que la pareja tuvo que cederles su departamento en Gate Gardens. Poco después fue gestándose el proyecto que culminaría con el lanzamiento de Criterion al año siguiente, lo cual se tradujo en arduas negociaciones y mínima remuneración. La presión sobre la débil constitución emocional de Tom llegó a su límite en octubre, cuando un especialista le informó que padecía una crisis nerviosa. Esto implicó convalecer una temporada en la costa (``On Margate Sands./ I can connect/ Nothing with nothing'') y pasar la Navidad en la clínica del Dr. Vittoz en Lausanne, de donde salió la V y última sección, ``Lo que dijo el trueno'', escrita casi de un tirón en un estado rayano en el sonambulismo creador.

La esterilidad tematizada por La tierra baldía no era sólo de orden simbólico, en un texto poblado de figuras medievales entresacadas de Mary Weston y La rama dorada de Frazer. Eliot la había sufrido en carne propia. Su capacidad poética había decaído. Incluso llegó a temer que no volvería a lograr una obra con el nivel de Prufrock, y a veces constataba irónicamente en sus cartas que sólo redactaba contratos y cosas por el estilo. Una vez le confió a su antiguo compañero de Harvard, Conrad Aikin, que regresaba a casa con el ánimo ilusorio de hacer algo y el lápiz recién afilado permanecía por horas sin tocar el papel. Y ciertamente, durante el proceso de composición, tuvo que echar mano de fragmentos abandonados, algunos de 1914, para comenzar dar forma a ese poema que tenía en mente (como lo hizo saber a su madre) desde 1918.

Ezra Pound -convertido en una suerte de mentor, agente y buscador de fondos para el poeta norteamericano transterradoÊen Europa- desempeñó un papel capital en la conformación final de He Do the Police in Many Voices (en alusión a Dickens), como originalmente se titulaba. Pound consiguió que la música de Eliot se impusiera por encima del virtuosismo mimético. Eliminó los pastiches superfluos, las piezas dramáticas innecesarias (como el trozo misógino tipo siglo XVIII que iniciaba el poema) y el epígrafe de El corazón de las tinieblas. Logró sugerir unidad en un texto que parecía secundar el principio de la discontinuidad y la fragmentación. Todo esto no se haría evidente sino hasta la edición facsimilar de La tierra baldía, dada a la luz por la viuda (y segunda esposa y antes secretaria) de Eliot, Valerie, en 1971.

Todavía en enero, Eliot dudaba y pedía consejo sobre si debía colocar ``Gerontion'' como prólogo o quitar la sección de Phlebas, el marino ahogado, la elegía que compone la parte IV, ``Death by Water''. Aún en vísperas de su aparición en el número inicial de Criterion de octubre de 1922, Eliot se preguntaba si sería conveniente publicarlo en dos entregas de la revista, a lo que Pound se opuso de manera rotunda. Al mostrar estas dudas, tal vez Eliot no se percataba de la organicidad subyacente a sus cinco divisiones, y menos del revuelo que vendría después y que provocaría que lo tildaran de plagiario e hipercerebral.

Pasaron diez años antes de que aparecieran los textos críticos que hicieron justicia a la complejidad de The Waste Land. Entre éstos destacan dos, que han corrido con distinta suerte. En New Bearings in English Poetry (1932), F.R. Leavis hizo una acalorada defensa de la poesía eliotiana. Leavis era pródigo en citas, redundante en la necesidad de definir criterios, pero poco penetrante en el quehacer crítico. Mucho más sugestivo y ambicioso fue Axel's Castle (1931). En este libro, Edmund Wilson trataba de explicarse la literatura moderna como la convergencia, llevada a sus últimas consecuencias, del simbolismo y el naturalismo. El primero da cuenta del hermetismo y el escape hacia un mundo de símbolos privados. El segundo refleja lo escuálido y lo sórdido del escenario urbano en muchas obras de este siglo. Con gran seguridad en sus apreciaciones, Wilson identificó la influencia de Laforgue en las primeras composiciones de Eliot, los contornos generales, tanto míticos como escriturales, de La tierra baldía, con su traza y orientación dramática, así como el ``temor a la vida'' que colocaba a Eliot, al lado de James o Hawthorne, en la tradición puritana de Nueva Inglaterra.

Por otra parte, varios de los pronunciamientos de Eliot -como el autotelismo artístico, la impersonalidad de la poesía o la conciencia histórica de la tradición- fueron asimilados por las tendencias críticas del momento. Cleanth Brooks y otros new critics se sirvieron de ellos para formular una ``teoría formalista'' de la literatura y de la interpretación de textos. Privilegiaron, remedando a Eliot, a los poetas metafísicos, y dejaron en un plano secundario a los románticos. Leavis y los académicos reunidos en torno a la revista Scrutiny se dedicaron a definir parámetros de valor literario y a educar el gusto del público lector. Los títulos del Dr. Leavis reflejan su deuda con Eliot: Revaluation, The Great Tradition o The Common Pursuit. Todo esto formó parte del ascenso de las letras inglesas como disciplina universitaria, y la poesía de Eliot se volvió un objeto invaluable de estudio, análisis e interpretación, incluso en las esferas conservadoras, que le prestaron mayor atención a partir del ingreso del poeta al anglicanismo, en 1927.

En el campo de la creación, su obra se volvió un ineludible punto de referencia y un rasero con el cual medir la valía propia. William Carlos Williams, por ejemplo, renegó de The Waste Land calificándola como esa ``gran catástrofe'' que le devolvió la poesía a los académicos, pero respondió al famoso verso de Eliot ``Abril es el mes más cruel'' con su Spring and All (un collage de prosa y poesía).

Para muchos, 1922 fue un annus mirabilis para la literatura y la cultura de este siglo. Es el año del Tractatus de Wittgenstein, el Enrique IV de Pirandello, Trilce de Vallejo y el Ulises de Joyce, novela a la que Eliot debe mucho. En una reseña publicada en Dial en 1923, Eliot la describe como un descubrimiento científico, un método anticipado por Yeats que, a través del recurso al mito, crea un paralelo entre lo actual y lo remoto. Este procedimiento es el que le permite a Joyce establecer una correspondencia entre el Odiseo clásico y el hombre moderno que vaga por las calles de Dublín. La doble focalización temporal también está presente en La tierra baldía. La podemos ver desde el abril con que abre el poema: la llegada de la primavera que enmarca las figuras míticas de muerte y resurrección (Attis, Osiris, Cristo); tiempo sagrado, hierofanía que contrasta con el tiempo profano de la Marie que pasa el final del invierno en las montañas.

Así como Joyce quería tener a los profesores entretenidos durante siglos, las notas que sirvieron de apéndice a la edición en libro de The Waste Land han alimentado una amplia industria académica que no se cansa de anotar, reelaborar e interpretar el opus por excelencia de la poesía moderna. Esta tendencia adquirió una nueva dimensión cuando, a partir de los años setenta, comenzaron a aparecer estudios biográficos confiables, que contribuyeron a transformar la figura modélica de la impersonalidad en un ser de carne y hueso. Lyndall Gordon y Peter Ackroyd, cada uno a su manera, han trazado el infierno marital por el que transitó Eliot, y han rescatado la imagen ambivalente y contradictoria de Vivien, a quien inclusive se le ha endilgado la paternidad de La tierra baldía. El retrato que se ha desprendido de estas investigaciones es el de un hombre receloso de su imagen pública, capaz de demandar a un periódico por haberse atrevido a mencionar el asunto de sus crisis nerviosas.

El tiempo y la sistematización educativa terminan por domesticar la innovación artística. Cortázar es un buen ejemplo. Ahora la yuxtaposición de lo discontinuo, afín al collage, el montaje cinematográfico y varios ismos se han vuelto el pan cultural de cada día. Se dice que a Eliot, como clásico moderno, se le estudia incluso en las elementary schools de los Estados Unidos. Sea esto verdad o no, tal vez tenga mayor peso lo que al respecto afirma Octavio Paz: la burguesía jamás ha digerido la poesía. El milenio que se aproxima nos dirá si al poner a prueba el poema en la soledad de nuestras bibliotecas, como pedía Borges, aún logrará cimbrar a los lectores del futuro.