Masiosare, domingo 2 de marzo de 1998



Apuntes ácratas


LA FIEBRE PROHIBICIONISTA


José Ramón Enríquez


SAl Capone y sus iguales, entre ejemplos hollywoodenses, o los capos de la droga, entre ejemplos vernáculos con fondo de redoba, demuestran que la prohibición sólo sirve para crear mafias de traficantes que medran con la clandestinidad hasta apoderarse de las riendas de un país.


No están los lectores de Masiosare para saberlo, pero yo sí estoy por cumplir 25 años de abstinencia de alcohol: ni una gota, conscientemente, ni siquiera en jarabe para la tos, o cocina francesa, o chocolatito envinado. Aunque no estén los lectores para saberlo, a mí me sirve esta ``confesión'' como introducción a un tema que parecería lateral o intrascendente y que es, sin embargo, una de las joyas de la republicana corona del pensamiento burgués: la fiebre prohibicionista.

Dejé de beber, hace 25 años, porque el alcohol era mi enemigo personal y yo solito, sin intervención de ningún tutor, decidí que uno de los dos debería desaparecer de la vida del otro. El alcohol o yo. Y aposté por mí. Así de fácil y así de complicado. Tan complicado que si algún tutor, autoridad o dogma hubieran entrado en el juego, seguramente habría apostado por el alcohol, nomás por llevar la contra, nomás por aliarme a mi enemigo contra los febriles e insoportables soldados de las buenas costumbres.

A lo largo de estos años he visto que el alcohol no es sólo mi enemigo personal, sino que también lo es de la sociedad en que vivo. La cantidad de accidentes, de maltratos familiares, de malformaciones hereditarias, de suicidios, de crímenes de todo tipo que se deben al alcohol, así como de frases estúpidas o repeticiones ad nauseam que tiene uno que oír en gente inteligente cuando está ebria, prueban que es un peligro social gravísimo. Me encantaría que muchos llegaran a la misma decisión que yo, pero, ¡ojo!, jamás propondría la prohibición del alcohol, porque la prohibición no sirve para nada. Mejor dicho, sirve para todo lo contrario.

Que la prohibición no impide la adicción está comprobado, primero, por la historia con mayúsculas y, segundo, por mi propia historia. Y esta segunda comprobación es la más importante para mí: cuántas veces, adolescentes, nos chupábamos la loción Sanborn's de los baños ídem, una vez agotados los métodos de volarnos botellas en el súper, de juntar pal pesero o de conseguir alguna invitación en cualquier parte. No hay papás ni mentores, por golpeadores o buena onda que sean, capaces de garantizar el cumplimiento de sus prohibiciones. Y, en cuanto a la historia con mayúsculas, Al Capone y sus iguales, entre ejemplos hollywoodenses, o los capos de la droga, entre ejemplos vernáculos con fondo de redoba, demuestran que la prohibición sólo sirve para crear mafias de traficantes que medran con la clandestinidad hasta apoderarse de las riendas de un país. La adicción encuentra sus caminos, como el agua. Cuántas veces nos fumamos cafiaspirinas por no tener para los ciclopales, aunque nomás marearan.

Y ya que estoy hablando de drogas, va otra ``confesión'': también soy enemigo personal de las drogas y también sufro sus efectos sociales. Lejos de mí recomendar su uso y lejos de mí polemizar sobre cuáles son buenas o cuáles son malas. Todas lo son, incluida la mariguana -los actores que la acostumbran modifican su ritmo y cuelgan desesperantemente una puesta en escena, por poner sólo un ejemplo, para mí definitivo-, ¡pero estoy en contra de su prohibición! Nuestros países están llenos de sangre vertida por causa de esta prohibición que sólo sirve a quienes negocian en la clandestinidad.

Creo, por tanto, que luchar por la despenalización de la droga es patriótico y saludable. Patriótico, por todo lo que sabemos acerca del narco y de sus tentáculos. Saludable porque sólo un convencimiento sin coersión funciona para un adicto, y lo digo con un conocimiento de causa que dura cinco lustros.

Pero los signos de los tiempos son adversos. La fiebre prohibicionista que empantana a la misma juventud que quisiera salvar y engorda en proyección geométrica los bolsillos de los traficantes, ahora pone al tabaco en la mira.

Y va otra confesión: del tabaco sí soy adicto en funciones, aunque no estén los lectores de Masiosare para saberlo. Tampoco defiendo esta adicción pero tampoco acepto que los prefectos de disciplina vengan a velar por mi salud, so pretexto de que velan por la salud de todos los demás. Los fumadores contaminamos menos que los coches, y jamás pediría que los prohibieran. Ni mucho menos lastimamos tantas neuronas como la televisión comercial y jamás pediría que la prohibieran. No. Y, lo reitero, no estoy en contra de la fiebre prohibicionista porque esté en favor de los destrampes, sino porque es contraproducente y porque lo coloca a uno en la sempiterna condición de inerme pupilo de pedagogos que continúan creyendo en la sangre como puerta de entrada de la letra.

Acabo de zurcar, durante doce interminables horas, el océano Atlántico en un vuelo de Air France que anuncia como área de fumar un clóset administrado por los aeromozos como auténticos prefectos de disciplina. Y ni modo de bajarme no sólo para fumar a gusto sino para no tener que ver a los gálicos y severos veladores del antitabaquismo. Pero también me acabo de enterar de que, en la California cada día más fascista, no se podrá fumar ni en las cantinas, de la misma manera en que no se puede -en lo que resta de la cuna del liberalismo- fumar en lugares públicos. Y acabo de ver un programa del Canal 40 sobre la forma en que el contrabando de cigarrillos afecta a las comunidades indígenas de Canadá, porque una forma de ir mandando el tabaco a la clandestinidad es hacer exorbitantes sus impuestos. O sea que el prohibicionismo avanza, enarbolando la bandera de la salud, y amenaza con quitarme el colesterol, aunque me guste, y salvarme la vida con el cinturón de seguridad en el automóvil, aunque me dé claustrofobia.

La voz de Dios, revelada a sus sacerdotes y por ello manipulada, que normó las edades oscuras, es ahora la voz de una razón irracional revelada a los científicos y manipulada en las estadísticas.

Pero no quiere ser esto tan sólo un gemido de quien ha sido reducido a fumador de clóset -que lo es-, sino un llamado de atención a las buenas conciencias, inclusive supuestamente libertarias, que caen en las trampas del liberalismo prohibicionista y olvidan que Rousseau no sólo teorizó magníficamente el Contrato Social, sino que inventó la vigilancia panóptica con trágicos resultados. Y digo esto porque no sólo fui reducido a fumador de clóset en un avión de Air France, sino que, meses antes, también lo fui durante la constitución del Frente Zapatista de Liberación Nacional, que quería ser un acto libertario y se llevó a cabo no en un avión, sino en un salón de baile donde se fuma hasta la saciedad, y se continuará fumando mientras las leyes californianas no nos contagien.

La confusión, perfectamente ideológica, entre orden natural y orden burgués que nos legaron los padres ilustrados, estalla en nuestros días con una violencia que sólo podrán frenar la tolerancia y la apertura a todo mestizaje, a partir del apotegma ácrata de que mi libertad termina donde empieza la libertad del vecino, y no en los bardeados ideológicos de las buenas costumbres, o en la glorificación de una salud que acabará por enfermarnos. Mientras tanto, aquella justificación del sadismo envuelta para regalo en el refrán que reza ``quien bien te quiere te hará sufrir'', que pasó intacta de las torturas inquisitoriales al cuidado del Estado protector, que sabe mejor que yo lo mejor que a mí me conviene, amenaza con oscurecer aún más el próximo milenio.