La Jornada 1 de marzo de 1998

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Mi adorada hija

Eva ignora cuándo terminará de leer la carta fechada el 12 de noviembre de 1973. Mi adoradísima hija, mi nena linda... Comenzó a leerla semanas después de que su madre se fue sin dejar huella. Mientras seguía buscando algo que pudiera explicarle su desaparición, reparó de nuevo en la estorbosa maleta negra. Le había suplicado a su madre que se deshiciera de ella, aunque era el único vestigio de su padre, vendedor de plaguícidas y fertilizantes en todo el país.

La tarde del 12 de noviembre, cuando Eva tropezó por vez primera con el veliz abandonado a mitad del pasillo, gritó. Su reacción se debió menos al dolor que al disgusto. Luego apartó aquello con la punta del pie y fue en busca de su madre para reclamarle la omisión y el descuido. ``Mamá ¿por que dejaste aquí esa porquería?Te dije que la tiraras. Si quieres guardarla, allá tú; pero al menos no la pongas donde cause problemas. ¿No se te ocurrió que podíamos tropezarnos con ella? En fin, para qué te pregunto: sé que nunca se te ocurre nada.''

De haber estado en la casa aquella tarde, su madre le habría respondido a Eva -Mi adoradísima hija, mi nena linda- con una disculpa o tal vez con una súplica equivalente a una sutil reconvención: ``Acabas de llegar y ya estás enojada conmigo''. Rengueando ostensiblemente, Eva terminó de recorrer el pasillo y entró en la recámara -``¿Mamá?''- y después se dirigió al baño. Junto a la puerta pudo haber pronunciado alguna frase adecuada a las circunstancias -``Me asusté al no encontrarte. ¿Estás bien?'' ``Llevo horas buscándote, ¿qué no me oíste?''-, pero recuerda que no lo hizo. Con impaciencia llamó dos veces. Se extrañó al no obtener respuesta y el cansancio acumulado en las horas de trabajo se agravó con el peso de la inquietud.

Mi adoradísima hija, mi nena linda. Permíteme que te llame como lo hacía cuando eras niña Dejé de hacerlo porque tú me lo pediste. A eso he dedicado buena parte de mi vida: a complacerte. Tal vez alguien piense que me equivoqué. Yo no lo creo. Quise compensarte de nuestra soledad y además siempre me causó una dicha enorme darte gusto. Esta sera la primera vez que no me alegre satisfacerte. Me consuelo imaginando lo que significará en tu vida mi ausencia.

2

Aquel 12 de noviembre, muchos días antes de abrir la maleta negra, Eva retrocedió hasta la puerta de la casa. Allí permaneció un buen rato, segura de que más pronto que tarde su madre aparecería cargada de bultos y disculpas. Creo que debo explicarte por qué decidí irme. No es un abandono. Mi ausencia será tu mejor compañía y por eso te suplico que no me busques: no te hagas ese daño. Impaciente, Eva abandonó su observatorio. Temió que si su madre la descubría esperándola se sentiría autorizada para acecharla en sus tardanzas.

Encendió la luz y miró de nuevo la maleta que tanto le recordaba a su padre. El pensamiento aumentó su incomodidad y para aligerarla botó los zapatos a mitad del pasillo. Sentir los mosaicos helados le produjo una sensación de libertad que se desvaneció apenas imaginó lo que su madre le diría si la encontraba descalza: ``No hagas eso. Te vas a enfermar. Deja que te traiga tus chanclas''.

Satisfecha de su insubordinación, se dirigió a la cocina y se inclinó sobre las ollas puestas en la estufa. Relacionó el mueble con su madre. Inquieta, regresó al pasillo y con los zapatos en la mano corrió a la casa de la vecina en busca de informes. ``Doña Elvira salió hace rato, ¿qué no te dejó recado de adónde iba?'' Eva se reprochó no haber considerado esa posibilidad y regresó a su casa, segura de que en alguna parte encontraría uno de aquellos recaditos con que su madre lo salpicaba todo: ``Fui con el sastre a recoger tu ropa...'' ``Estoy en la casa de doña Elsa. Vuelvo a las siete.''

La noche del 12 de noviembre de 1973 Eva no encontró ningún mensaje. Y así lo dijo en los otros terrenos de su búsqueda: la iglesia, la panadería, la farmacia donde le aconsejaron que hablara a las cruces y fuera corriendo a la delegación. Allí la sometieron a un interrogatorio que concluyó con una pregunta molesta: ``¿Ha notado si se le olvidan las cosas? Mire, muchas veces las personas de edad sufren amnesia momentánea''. Después le pidieron hacer un retrato hablado de doña Elvira puesto que no llevaba en la bolsa una fotografia de su madre.

La secretaria encargada de atenderla se mostró muy sorprendida de que una hija -``¿Me comentó que es huérfana de padre, ¿verdad?''- no llevara consigo una foto de su madre; pero aun así apuntó los datos que Eva proporcionó entre dudas y contradicciones: ``No estoy segura de cuánto mide, pero es mucho más bajita que yo...'' ``Tez morena, ojos verdes... No, cafés pero claros...''

Por gentileza del oficial de guardia, Eva regresó en una patrulla a su casa. Entró gritando: ``¿Mamá? ¡Mamá!'' No obtuvo respuesta. Vio la maleta y comprendió que allí podía estar la clave de todo. En cuanto la abrió reconoció sus vestidos de niña. Su madre los guardaba celosamente, igual que las anécdotas relacionadas con cada uno de ellos. Sintió remordimiento al recordar las muchas veces que había frenado los intentos de su madre por revivir la época feliz en que aún no era viuda y podía llamar mi adoradísima nena a su única hija. Cerró la maleta y orientó su búsqueda hacia otros objetos.

3

Muchos dias después, cuando la copia del único retrato de su madre ya estaba reproducida en estaciones y terminales, Eva se preguntó en qué momento había dejado de llamarla mi adoradísima niña. La respuesta fue inmediata: desde que ella misma se lo había prohibido sin explicarle el motivo secreto. Su padre la había llamado adoradísima niña poco antes de morir a consecuencia de un accidente carretero: ``No llores, adoradísima niña, pronto estaré bien, no te preocupes''. Cuando vio expirar a su padre se sintió traicionada y luego fue presa de la superstición: temía que si su madre pronunciaba la frase también ella iba a morir, a abandonarla.

Quedó huérfana de padre a los once años. Desde entonces nunca habló con su madre de sus recuerdos y menos del miedo que la asaltaba cuando la oía decirle mi adoradísima hija, mi nena linda. De niña era tanto su temor que se cubría los oídos para exorcizar los peligros imaginarios. Luego el recurso fue insuficiente. Ya grande, el día en que se volvió el único sustento de su madre, compró con su primer sueldo el derecho a prohibir: ``Mamá, no me digas así, no me gusta. Me llamo Eva. Tú me elegiste el nombre''. A ese siguieron otros mandatos y al fin todos juntos fueron interpretados por doña Elvira como evidencias de un desamor que no logró entender, ni siquiera cundo decidió escribir la carta de despedida.

Eva la encontró, oculta entre sus ropas infantiles mucho tiempo después de que se desvanecieron las esperanzas de localizar a su madre. El hecho de ser mi hija no te obliga a quererme. Hasta hoy supe comprenderlo y también que mi inmenso amor por ti no justifica mi cobardía para aceptar las cosas como son. Las sabes tan bien como yo, pero de todas formas creo que debo explicarte algunas para que no sientas responsabilidades ni culpa.

4

Han pasado veinticinco años desde que Eva comenzó a leer la carta escrita por su madre el día de su desaparición y aún no llega a la última línea. Se lo impide el temor de retroceder en el tiempo, de reconocerse imposibilitada para modificar ciertas escenas, ciertos momentos, sobre todo aquel en que pudo haberle explicado a doña Elvira por qué temía que la llamara adoradísima hija.