Hay cuentistas que viven un episodio cerrado que podría ser un cuento redondo, pero no lo escriben. Se conforman con contarlo, indiferentes a que quien lo oiga se les adelante y lo escriba, con o sin su autorización. Tal vez confían en que, porque el cuento les pertenece, aunque un colega lo desarrolle seguirá siendo suyo en exclusiva. Quizá tengan razón; pero pregunto qué sucede con tantos cuentos que, debido al exceso de confianza de sus propietarios, en realidad andan sueltos.
Con frecuencia pienso en una anécdota que me ha inquietado desde la primera vez que la oí y que, bajo la luz de lo que digo, ahora me inquieta más. Augusto Monterroso, por entonces ex diplomático guatemalteco exiliado en Santiago de Chile en 1954, se fue de fiesta con su mujer y otras dos parejas de paisanos la noche del 24 de diciembre. Alrededor de las siete de la mañana del 25, el grupo regresaba a sus respectivas casas cuando, en una esquina de la calle París, donde estaba el departamento de Monterroso, todos vieron cómo un par de carabineros golpeaba a un hombre harapiento tirado sobre la banqueta.
Más osado que el resto de los parranderos, nuestro autor, indignado, increpó a la policía: ``¿Por qué le pegan a este hombre?'' ``Se robó una manzana del puesto'', le contestaron a la vez que señalaban un expendio de fruta con su dueño acusador. El escritor les dijo que esa no era razón para golpear a nadie y mucho menos a aquel ser indefenso. ``Si se opone a la acción de la autoridad, a usted también lo vamos a apresar''. ``Adelante'', dijo él entonces: ``Aprésenme''. Así, los carabineros se llevaron a los detenidos hacia la comisaría, a unas cuantas cuadras de donde se encontraban. Antes de ponerse en marcha, sin embargo, Monterroso se agachó a recoger un zapato que, en la refriega, se le había zafado del pie al desdichado ladrón de manzanas.
Una vez ante la mesa de la comisaría, mientras los encargados levantaban el acta, nuestro defensor dejó el zapato del peladito sobre una banca. Llamarlo zapato era mucho decir; se trataba, mejor dicho, de trazas de lo que había sido un zapato en tiempos menos finales. Completado el trámite de las acusaciones, dieron a los detenidos a escoger entre pagar 660 pesos de multa o permanecer encarcelados durante 24 horas. El cuentista guatemalteco dispuso que lo detuvieran, pues no iba a pagar ninguna multa por haber defendido a un hombre al que la policía golpeaba brutalmente.
Cuando la autoridad avisó a los compañeros de parranda del nuevo preso cuál había sido su decisión, los trasnochados reunieron los 660 pesos para que dejaran libre al infractor. De hecho soltaron a los dos. Y cuando Monterroso salía y se reintegraba a los suyos en la calle, la otra víctima, que había salido detrás de él, lo señaló con el dedo y a gritos lo denunció: ``Ese, ése es el que se robó mi zapato'', acusó, y siguió su camino, protestando y cojeando con el pie descalzo.
Muchos años después, el escritor contaba esta historia en México, delante, entre otros, de su amigo Manuel Rojas, el gran novelista y cuentista chileno. Rojas le preguntó si pensaba escribir un cuento con aquel sucedido, y el propietario de la anécdota dijo que sí, pero que no sabía cuándo. ``En tal caso -decidió Rojas-, lo voy a hacer yo''. Y lo hizo. En ese tiempo Rojas estaba casado con una ex alumna suya, una estudiante de la Universidad de Washington, en Seattle, de nombre Julie. De modo que apenas el cuento estuvo listo para publicarse, Rojas pidió a Julie que lo entregara en tal o cual revista de la ciudad de México. Pero Julie extravió el manuscrito y el cuento no llegó nunca a la redacción de ninguna revista mexicana, ni de ninguna otra parte. Tras ese desenlace, Rojas desistió de volverlo a escribir.
No así Monterroso de volverlo a contar, con todo y este epílogo. Para él, sin embargo, quedó claro por qué se había tratado de un cuento fallido. ``No era para Manuel'', dice, sin prisa ni ansiedad. Pero entonces, ¿para quién es? ¿Debe detenerse, por ética o superstición, un escritor que se entusiasmara tanto al oírlo que quisiera contarlo? Después de todo, el protagonista autor seguiría siendo su dueño.
El tema me lleva a otros. ¿Quiere verse retratada la gente en un cuento? Como, según se sabe, mayoritariamente la gente no desea convertirse en personaje de ninguna ficción, ¿cómo debe retratarla el autor? Dentro de la verosimilitud, ¿cuánto debe revelar, cuánto callar? Si uno suele ver a otros ahí donde el autor lo retrató más despiadadamente a él, ¿por qué teme ser retratado?
Las teorías coinciden en señalar que hay una diferencia entre ficción y realidad, así como en qué consiste dicha diferencia. Uno de los puntos establece en este sentido que un personaje está hecho de varios, no tanto para proteger al personaje en sí como para, al darle relieve, infundirle vida. Muy bien. Pero ahora yo pregunto: en la anécdota o episodio o escena que delineé o esbocé arriba, ¿tienen vida Monterroso, Rojas, Julie, el harapiento, los carabineros, la manzana, la calle París de Santiago de Chile, el zapato, la mañana del día de Navidad de 1954? Si la tienen, ¿sigue suelto el cuento? ¿Cuál irá a ser su destino?