En el añejo y sabroso barrio de La Merced se encuentra una auténtica joyita arquitectónica: la capilla de Manzanares. En este caso el diminutivo no es sólo por cariño, corresponde fielmente a las dimensiones del inmueble. De origen oscuro, lo único que se sabe con certeza es que data del siglo XVIII, que su estilo es el llamado churriguera-mexicano, y que su diseño corresponde al de un gran templo, con sus dos torrecitas, detalle extrañísimo tratándose de capillas que no tienen esa concesión, ya que Manzanares (es el nombre de la calle) no tiene advocación conocida; en el altar principal se venera un antiguo Cristo crucificado.
A imagen de las iglesias de importancia, tiene su cúpula con tambor, pequeña y preciosa. Su fachadita es primorosa, con sus elegantes columnas estípites, y un par de exquisitos ángeles custodiando una cruz, todo ello además de otros hermosos adornos finamente labrados en cantera plateada.
Esta lindura se encuentra en lo que se podría considerar la parte ``brava'' del barrio; está rodeada de fondillas con rockolas, en donde bailan, con los posibles clientes, las gallas, apelativo con el que se denominaba en el siglo XVI a las ahora llamadas sexoservidoras. A unos pasos se encuentra el célebre callejón de Manzanares, en donde se pasea un buen número de gallas, rodeadas de muchos varones que contemplan el espectáculo con gran parsimonia. Esto sucede a todas horas del día y la noche.
Curiosamente la capillita de Manzanares --también conocida como de los ladrones-- está abierta a todas horas, nadie la cuida y nunca le ha faltado nada, está impecable de limpia y es sin duda uno de los templos más bien atendidos de la ciudad. Siempre tiene flores y la pintura interior y exterior está impecable.
En este barrio fue muy popular en el siglo XIX ``La Chintlatlahua'' (araña), la auténtica china, mujer del chinaco, prototipo del mestizo viril y valiente, orgulloso de su mexicanidad. Hay una deliciosa descripción de la época: ``...la china ponía de uñas a todos los vecinos, al zarandear su grácil y provocativo cuerpecito emperifollado con limpísima camisa muy bordada y perfumada con pachuli, remolinándolo dentro de las naguas de castor legítimo, al acompasado movimiento de sus piececitos aprisionados en la bota con borlas de seda y el talle semiarrebujado en el finísimo rebozo palomo de Santa María...''
Este peculiar personaje compartía las calles con el ``aguador'', quien con su inmensa tinaja a la espalda, repartía el líquido precioso en las casas; el ``cabecero'' que expendía cabezas de res al horno; la ``chiera'' que en su puesto adornado de flores vendía su mercancía al grito de ¡chía, horchata, piña, tamarindo, limón! ¿qué toma usté, mi alma? Pase usted a refrescar''.
A estos seres encantadores se les unían muchos más, que mencionaremos en otras crónicas para volver al presente, en que el rumbo continúa poblado de personas y tiendas que venden de todo y a los mejores precios. Podemos hablar de las mercerías, que ofrecen infinitas variedades de botones, hilos, listones, agujas, hebillas, tiras de encaje como el bellísimo de bolillo tan difícil de conseguir, con el que las abuelas adornaban las sábanas y los manteles de recibir.
Entreveradas con las mercerías, se encuentran las tiendas que venden coloridas cambayas, lonas, mezclillas y plásticos de todos colores y grosores. Este comercio convive con el que expende flores de tela, que cuelgan en racimos sobre la acera, convirtiendo la calle en un jardín de artificio.
Como broche a tanta graciosura, en el corazón de todo ello está el restaurante Al Andalus, en Mesones 171, con la mejor comida libanesa del rumbo, lo cual es mucho decir, pues allí se encuentran los mejores de la ciudad; éste tiene la ventaja adicional de ocupar dos preciosas casas del siglo XVII, en donde puede degustar un exquisito kepe crudo, hojas de parra rellenas y una brocheta de cordero, admirando un lindo patio con su columna de cantera.