En 1990, de acuerdo con información hecha pública en ese país, en el estado de Catamarca -noreste argentino-, junto a los Andes, el hijo de un poderoso diputado federal, miembro del clan que gobernaba la entidad y muy ligado a los sectores dirigentes del partido del presidente Carlos Saúl Menem, drogó, violó y asesinó a una joven de origen humilde en una de tantas orgías llenas de violencia y estupefacientes que esos ``jóvenes dorados'' acostumbraban realizar. Grandes manifestaciones populares que reclamaban justicia y castigo al asesino encontraron entonces como única reacción oficial el muro de hule, el silencio cómplice, las tergiversaciones constantes.
El padre del responsable, de todos modos, fue expulsado de la Cámara por cubrir a su hijo, pero las protestas populares no amainaron ante la impunidad que las autoridades aseguraban al criminal. Para que el asesino ``influyente'' fuese finalmente condenado a 21 años de cárcel, fue necesario el clamor provocado por los asesinatos de periodistas, particularmente del fotógrafo José Luis Cabezas, torturado y muerto aparentemente por haber fotografiado al zar de las comunicaciones, muy ligado al entorno presidencial y acusado de tener nexos con la mafia.
También tuvieron que provocar náusea y hartazgo en todo el país las declaraciones de un asesino y torturador confeso, el capitán de fragata Alfredo Astiz, que desafiante, aseguraba estar dispuesto a repetir sus crímenes, así como la comprobación, incluso a escala internacional, de que muchos de los militares argentinos culpables de asesinatos y amparados por el perdón presidencial, mataban simplemente para robar los bienes de sus víctimas y exportar el producto monetario de sus crímenes a Suiza u otros países europeos.
El aumento constante de las protestas de la sociedad argentina ante los delitos cometidos desde el poder, la impunidad de los delincuentes, la impotencia o corrupción de la justicia y la complicidad tácita de las autoridades de primer plano con los miembros de su clan político, esta vez encontraron eco y tuvieron resultado al cabo de ocho años de lucha, con la condena al hijo del diputado catamarqueño y, probablemente, el fin de la carrera política del sector que lo cubría y de otros responsables de torturas y crímenes atroces, como el gobernador de Tucumán, general Bussi.
Pero este fallo, que hace justicia en el caso de Catamarca, ha sido posible porque el país se encuentra ya en la carrera por la presidencia de la República y porque el partido del gobierno está dividido y no tiene candidatos de peso y prestigio, mientras la oposición de centro-izquierda y democrática crece continuamente, ha ganado ya la capital y muchas otras regiones del país, y cualquiera de sus dos figuras presidenciables tiene mayores posibilidades de triunfar que los precandidatos oficialistas, sin hablar de que el mismo Carlos Menem no podría ni intentar cambiar la Constitución para poder ser relegido si la fuerte presión popular e internacional continuase exigiendo justicia y democracia.
Sin embargo, independientemente de que el gobierno central argentino pueda haber decidido arrojar lastre por encima de la borda, sacrificando una pieza menor, como lo es el hijo de un ex diputado provinciano, para permanecer a flote en la tormenta popular, lo cierto es que la sociedad pudo imponer, con su tenacidad y su movilización de años, que la justicia saliese de su estupor y que uno de los culpables de un crimen hasta ahora impune, fuese castigado. A la comisión de crímenes de los poderosos, la sociedad le opuso la defensa intransigente de la dignidad, la ley, la justicia y una constante movilización solidaria. Su triunfo, en este caso, llena de júbilo a todos los que, en cualquier parte del mundo, creen en la legalidad y la democracia y en que los delitos cometidos a la sombra del poder, tarde o temprano, podrán ser castigados.