Tribulaciones de un hombre blanco en China. En Justicia roja (Red corner), del realizador estadunidense John Avnet (Tomates verdes fritos, 1991), Jack Moore (Richard Gere) es abogado, empresario, inesperado defensor de los derechos humanos, víctima de la corrupción y la brutalidad del sistema judicial comunista. En su calidad de asesor jurídico de compa- ñías trasnacionales interesadas en promover en China programas de televisión y video, espectáculos cargados de erotismo, rock y violencia, Jack está a punto de cerrar un contrato para establecer un sistema de comunicación vía satélite, cuando las autoridades lo arrestan con lujo de violencia por un crimen pasional que él no cometió.
Así comienza la pesadilla de un hombre libre, ciudadano del país más democrático del mundo, atrapado en una oscura conspiración política, sin el apoyo decidido de sus conciudadanos en la embajada estadunidense, interesados en mantener relaciones cordiales con los chinos en vísperas de la firma de contratos comerciales más ventajosos. ¿Quién dudará que estamos frente a una figura heroica? Un abogado de moralidad dudosa, es cierto, pero ante todo, un hombre que se enfrenta solo al descomunal sistema político que aplasta la voluntad de un billón de personas.
Un David neoliberal contra un Goliat rojo. En este melodrama tremendista, las autoridades chinas -desde el guardia rojo más insignificante hasta el jerarca más enigmático- son villanos de caricaturas, tan aviesos y brutales como los turcos de Expreso de medianoche (Alan Parker, 1978), ensañándose contra un individuo torturado y humillado, pero -es fácil adivinarlo- espiritualmente libre.
Este hombre es Jack Moore, pero es también el propio actor Richard Gere, el defensor de los derechos humanos en el Tibet, el amigo personal del Dalai Lama. Es él quien transforma el contenido y mensaje de la cinta en un asunto personal, en un elemento más de su lista de acusaciones contra el régimen comunista chino. ``Lo que más me atrajo fue la veracidad total del guión -declaró el actor-; trabajo constantemente a favor de las causas chinas y tibetanas, y si lo que la cinta muestra fuera falso o mal representado, sería peligroso para todas las personas con las que colaboro y a favor de las cuales trabajo''.
Para acentuar el barniz de autenticidad de la cinta, el director John Avnet consigue rodar algunas escenas en Pekín, desafiando la prohibición del gobierno chino, y reconstruye el resto en los estudios de Culver City. Intercala material de archivo relacionado con la masacre de la plaza Tienanmen y escenas de ejecuciones sumarias. Pero con todo este esfuerzo, el resultado dista mucho de ser convincente. Justicia roja es incapaz de disimular su desdén hacia los chinos, no sólo en el caso de las autoridades denunciadas, sino al mostrar al propio pueblo, atónito, boquiabierto, frente a la habilidad y proeza del estadunidense Moore (¿otro 007?) que huye por los tejados de la ciudad, con las manos esposadas, burlando siempre a sus perseguidores.
¿Qué preocupa más al guionista, al director y a la estrella de Justicia roja, la represión política en la China comunista o la no aplicación de los principios de la justicia gringa -tan perfecta como exportable- en este triste rincón del mundo? ¿Ignoran los productores de la cinta que el propio cine chino no tuvo que esperar la llegada del carismático Richard Gere para denunciar los vicios de la burocracia comunista y los efectos de la represión? Películas como El papalote azul, Vivir o Adiós a mi concubina han señalado con sobriedad, lirismo e intensidad dramática la persistencia de la intolerancia política, la memoria de los estragos de la Revolución Cultural de los años 60 y la resistencia del pueblo chino. Todo esto como crónicas de experiencias directas, a menudo autobiográficas.
Al lado de esos esfuerzos, que a menudo han costado a los realizadores chinos el aislamiento o el veto oficial en festivales internacionales, Justicia roja aparece como un thriller melodramático bastante rutinario, con una subtrama romántica en la que el estadunidense perseguido captura el corazón de Shen Yuelin (Bai Ling), su defensora legal, para juntos cuestionar al sistema totalitario que viola impunemente los derechos humanos. El señalamiento político queda aquí tan banalizado como en la cinta de Bille August, La casa de los espíritus (1994), basada en la novela de Isabel Allende, donde la denuncia de la dictadura pinochetista perdía fuerza y sentido al disolverse en el tremendismo de su vocación telenovelera.
Resulta irónico, y a la vez revelador, que Richard Gere elija promover su causa política a través de un producto hollywoodense mediocre sin grandes esperanzas en taquilla. Como vehículo de lucimiento de una estrella, la cinta resulta bastante pobre, pero como plataforma de una denuncia política, el resultado es bastante desolador.