De los comics que el asunto Clinton ha provocado, el más espectacular es el de Art Siegelman, famoso caricaturista de Mad, y autor de Fritz the cat. Es una portada del New Yorker. El fondo es negro y Clinton sostiene un micrófono, su cara está cortada arriba de la nariz, la boca es muy roja y sensual y sus dientes parecen masticar el aire; alza su mano izquierda en un ademán autoritario y su dedo índice aparece en el gesto habitual de señalar y pontificar para fundamentar sus aseveraciones. Detrás de él, también mutilado, un escudo de Estados Unidos. El presidente viste un traje azul intenso un poco arrugado y una camisa blanca, el saco abierto deja ver una corbata azul, pero en un tono más oscuro; en la parte inferior, seis manos (una femenina) sostienen sendos micrófonos, dirigidos no como debiera ser a la boca del presidente, sino a su entrepierna: de nuevo la oralidad sexual.
Casi se diría que es una nueva versión de Las alhajas indiscretas, de Diderot, en la que a un sultán se le regala un anillo que dirigido hacia el sexo de sus mujeres hace que éste caiga en una locuacidad incontenible, durante la cual revelan los secretos de su vida íntima. Pero ahora es el sultán quien corre ese peligro.
En cualquier charla, el tema más socorrido es el de las obsesiones sexuales de Clinton. ¿A qué responden?, ¿por qué tiene tan mal gusto?, ¿qué le encuentra de atractivo a Paula Jones? ¿Y a Monica Lewinsky, la antigua interna de la Casa Blanca?, ¿le gusta por sus dientes, tan blancos, tan perfectos, tan enormes?, ¿o se debe a que su madre --la de Monica-- fue probablemente amante de Pavarotti?, ¿era proclive ésta a la sexualidad adulterina o a la oralidad sexual? En una conversación de sobremesa se expusieron varias hipótesis para entender las obsesiones del presidente y para explicarse su mal gusto, considerado como adicción sexual. Consigno algunas:
a) De niño, Clinton --nacido en un pequeño pueblo de Arkansas--, conoció a muchas mujeres incultas, más o menos ordinarias, más o menos feas, más o menos dientonas y por eso se siente atraído por ellas, y, ¿por qué no? le tiene terror de alguna forma a su mujer, inteligente, culta y guapa; b) el peligro le atrae (perogrullada), como a ese personaje de Woody Allen (todo lo que quieras saber sobre el sexo...) que sufre de impotencia en lo privado y que sólo cuando está expuesto al peligro de que puedan descubrirlo se vuelve un sátiro. Ese delicado equilibrio, dice mi interlocutor, ese estar al filo de la navaja, le atrae a Clinton pues lo distrae de la aburrida formalidad y rutina de la Casa Blanca; o, c) como plantea un articulista del New Yorker cuyo nombre, Abraham Verghese, no es ninguna garantía, no sólo hay adicción a las drogas y al alcohol, hay una adicción al sexo (mayor perogrullada).
Esa curiosa adicción --que para definirse acude a términos psicoanalíticos un poco trasnochados y simplificados y al lenguaje de la computadora-- se volvió una epidemia y es quizá, dice Verghese, la consecuencia del radical cambio que sufrió la moral sexual estadunidense a partir de los años sesenta y setenta: la píldora anticonceptiva, los acuestes de una sola noche, el intercambio de esposas, la legalización del aborto, las posibles curas para la gonorrea y la sífilis, todo ello permitió una aparente liberalización sexual: ``El sexo fue desmitificado y se le despojó de su cubierta puritana''. Las nuevas enfermedades fueron las producidas por no practicar suficiente sexo, como la anorgasmina, la eyaculación precoz y la falta de erección.
Este breve periodo de liberalización, explica, empieza a verse amenazado por el sida y por ello una nueva ética se está gestando (se corre el peligro de descubrir el Mediterráneo). ¿Tendrá esa nueva ética que ver con el escándalo presidencial?, ¿o con los procesos que propiciaron la informática? Transcribo: ``Encontrar el dispositivo que controla las cosas podría eliminar gran parte de la controversia que rodea a los desórdenes sexuales: podría decirse que los billones de neuronas que tiene el cerebro son hardware y su software estaría constituido por el aprendizaje o las memorias que acumulamos... La conducta o el software se ha delimitado en este siglo como el territorio del psicólogo o del psiquiatra''.
Estas analogías propician otra: ciertos productos químicos --los opioides-- permiten pensar que aun los desórdenes psicológicos pueden ``surgir mediante cambios químicos''. Así, puede deducirse que ciertos productos químicos podrían utilizarse para combatir los desórdenes sexuales como se usan los programas antivirus en las computadoras.
Para concluir, aventuro, quizá fuera útil inventar un antivirus para descontaminar el software del presidente.