¿Hacia la cancelación de los acuerdos de San Andrés?
Carlos Montemayor
En algún momento de 1998, poco tiempo después de firmados los acuerdos de San Andrés Larráinzar, el gobierno mexicano fue modificando su estrategia respecto al conflicto de Chiapas y en algún otro momento de noviembre y diciembre de ese mismo año tomó decisiones firmes en cuatro sentidos: no reconocer los Acuerdos de San Andrés, no reanudar el diálogo de paz, continuar y extremar el cerco militar en las Cañadas y no frenar el surgimiento de grupos paramilitares en diversas zonas del norte y de los Altos de Chiapas.
En estas decisiones debieron haber tenido un peso singular ciertos enfoques de análisis político y militar. El primero y más evidente fue el de reducir la naturaleza del EZLN a su capacidad de fuego. El cerco militar en las Cañadas era el recurso efectivo para neutralizarlo; en términos militares, el EZLN se convertía en un enemigo vencido; no había razones ya, pues, para negociar con él. En términos regionales, los grupos paramilitares bloquearían el desarrollo y la movilización de las bases sociales zapatistas en el Norte y en los Altos de Chiapas. Ambos recursos eran suficientes para asegurar el desgate militar y social del EZLN. Su desgaste militar se conseguiría con el Ejército; su desgaste social con los grupos paramilitares y las luchas intercomunitarias. Restaba sólo planear el desgaste político del EZLN. Este desgaste requería de ciertos elementos coyunturales y al menos de otro constante: la negativa oficial, por cuestiones de ``técnica jurídica'', a concretar los Acuer- dos de San Andrés en reformas constitucionales porque no armonizaban los reclamos indígenas ``con el texto constitucional''.
Sí firmaron convenios internacionales
Pero la resistencia gubernamental adolecía de una insalvable contradicción. Ante un organismo de las Naciones Unidas, como lo es la Organización Inter- nacional del Trabajo (OIT), el gobierno mexicano suscribió en 1990 el Convenio 169, que se debatió en la septuagésima sexta Conferencia Internacional del Trabajo celebrada en Ginebra el mes de junio de 1989. El nuevo convenio modificó normas anteriores de la Organización Interna-
cional del Trabajo (OIT), particularmente del Convenio 107 adoptado el año de 1957, que partía de la idea de la ``integración'' de los llamados pueblos indígenas en países independientes. El nuevo convenio fue ratificado primeramente por Noruega, México, Colombia, Bolivia, Costa Rica, Paraguay y Perú, y entró en vigor el 6 de septiembre de 1991, doce meses después de la fecha en que se registraron las ratificaciones de los dos primeros Estados, que fueron Noruega y, aunque parezca difícil creerlo ahora, México. Al ratificar el convenio, los Estados miembros se comprometían a adecuar su legislación nacional y a emprender acciones de gobierno de acuerdo con las disposiciones del convenio mismo; a informar periódicamente sobre su aplicación, y a responder a observaciones o sugerencias de la Comisión de Expertos en la Apli- cación de Convenios y Recomen- daciones de la OIT.
Respeto a identidad indígena
El planteamiento del Convenio es simple: en muchas partes del mundo los pueblos indígenas y tribales no gozan de los derechos humanos en el mismo grado que el resto de la población llamada nacional. El convenio propone que se respete a estos pueblos en su cultura, religión, organización social y económica y en su identidad propia para que ningún Estado ni grupo se arrogue la facultad de negar la identidad con que ellos se afirman. Y el término ``pueblos'' en el convenio parte de la idea esencial de que no son ``poblaciones ni sectores sociales'', sino pueblos con identidad y organización propia.
¿Para qué firmó nuestro gobierno un convenio internacional como éste, que no ha cumplido? Ocho meses después el Senado de la República ratificó el convenio. ¿Para qué ratificarlo si no se pensaba en cumplirlo? Es evidente que antes del surgimiento del EZLN el gobierno mexicano creyó que su compromiso ante la Organización Internacional del Trabajo sería sólo retórico y que nunca se vería obligado a ir más allá de los discursos sobre la defensa de los derechos indígenas.
El alzamiento del EZLN modificó profundamente las condiciones de ese compromiso. Las negociaciones de paz tuvieron que desembocar en los mismos temas que México ya había aceptado formalmente en Ginebra desde 1990. En efecto, los llamados Acuerdos de San Andrés Larráin- zar recogieron el articulado del Convenio 169 de la OIT. Por tanto, en estricto sentido, podemos decir que el gobierno mexicano suscribió tres veces el mismo tipo de acuerdo: primero en Ginebra, luego en el Senado de la Repú- blica y finalmente en San Andrés Larráinzar. Podemos suponer que en esos tres casos el gobierno ignoraba que estaba reconociendo que las autonomías eran el único camino para el respeto y fortalecimiento de los pueblos indios. Pero una vez concluidos los acuerdos de la primera fase de negociaciones en San Andrés fue necesario concretarlos en reformas constitucionales. A partir de ese momento la postura gubernamental se modificó. Mostró resistencia a concretar los acuerdos y su participación en la segunda fase de negociaciones fue nula, muda y sorda; la actitud agresiva de los representantes oficiales y la resistencia a cumplir los prmeros acuerdos obligaron al EZLN a suspender las negociaciones de paz el 2 de septiembre de 1996.
Ante esas circunstancias, los integrantes de la Comisión de Concordia y Pacificación (Coco- pa), creada el 11 de marzo de 1995 en el Congreso de la Unión, intervinieron de manera inteligente. Con suma discreción, al margen de los medios informativos, iniciaron una estrategia de negociación entre la Presidencia de la República y el EZLN que denominaron entre ellos ``la vía paralela'', según relato de uno de sus integrantes, Jaime Martínez Veloz. Se propusieron con esta vía acelerar un acuerdo de paz que permitiera al EZLN hacer vida política como organización civil, concretar los Acuerdos de San Andrés y reducir al margen de maniobra política y militar de sectores gubernamentales interesados en una solución violenta. Desde el mes de septiembre hasta el mes de diciembre de ese año de 1996 la Cocopa logró avances útiles para un arreglo definitivo. Con claridad se establecieron cuatro propósitos inmediatos: la firma de un protocolo de paz, la elaboración de una iniciativa de reformas constitucionales en materia indígena conforme a los Acuerdos de San Andrés, la definición de procedimientos para la elaboración de de una ley reglamentaria del artículo 4o. constitucional y la aplicación de un programa de atención social a los pueblos indígenas de Chiapas.
Al mismo tiempo que se avanzaba en esta ``vía paralela'', desarrolló la Cocopa una estrategia ``pública'' en otros asuntos relevantes para que no se deterioraran más las condiciones políticas y sociales en Chiapas, como fue la instalación de la Comisión de Seguimiento para el cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés, la liberación de presos zapatistas y el diseño de una política de reconciliación en la zona norte, donde grupos paramilitares apoyados por las autoridades estatales habían provocado enfrentamientos violentos de mucho desgaste en las comunidades indígenas.
Marcos aceptó la propuesta
Por acuerdo de las dos partes, la Cocopa preparó una propuesta de iniciativa de ley de reformas constitucionales con base en los Acuerdos de San Andrés Larráin- zar. El subcomandante Marcos aceptó la propuesta, no sin dejar en claro que se habían disminuído las peticiones indígenas. Los diputados y senadores de la Cocopa acudieron con el presidente Zedillo para entregar la propuesta de iniciativa. Pensaron con júbilo que esa entrega era el último paso para consumar el proceso de negociaciones de paz, pues el documento se había consensado con las dos partes, no se apartaba del texto de los Acuer- dos de San Andrés y habia sido aceptado por el EZLN. Pero ese 6 de diciembre el gobierno mexicano dio un viraje inesperado. El presidente se negó a aceptar el documento y pidió a los integrantes de la Cocopa que le comunicaran al Subcomandante Marcos que necesitaba de un plazo de quince días para consultar con constitucionalistas.
La consulta fue desafortunada para las negociaciones, pues todos los juristas expresaron una opinión contraria a la propuesta de la Cocopa. Uno de ellos hizo públicos sus comentarios; revelaron una desmesurada ignorancia del mundo iindígena y un racismo nada matizado; es posible que esa ignorancia sobre las culturas indígenas la padecieran todos los abogados consultados y que esto haya sido uno de los factores que los llevó a oponerse. Claro, el gobierno federal no había consultado con ellos para suscribir el Convenio 169 en Ginebra en 1990, ni para ratificarlo en enero de 1991 en el Senado de la Republica, ni para suscribir los Acuerdos de San Andrés Larráin- zar en febrero de 1996. ¿Por qué aplazar esta consulta hasta el 6 de diciembre de 1996, cundo la paz parecía estar resuelta? ¿La consulta fue un formulismo, una argucia politica para incumplir los Acuerdos de San Andrés y para alejar la paz? ¿Fue una argucia para cambiar de una estrategia pacífica de negociación a otra de rudeza y violencia? Muchas señales parecen indicarlo así. Sobre todo ahora, que con el discurso pronunciado el pasado 5 de febrero por el el secretario de Gober- nación han quedado técnicamente cancelados los compromisos del gobierno federal ante los Acuerdos de San Andrés. Todo desembocará ahora en el Congre-so de la Unión, con el grave riesgo de que ahí se desvanezca todo avance.
Conviene recordar que en el Congreso Constituyente de 1824 José María Luis Mora exigió que por decreto se declarara la inexistencia jurídica de los indios y que incluso dejara de usarse la palabra indio. El mismo vigor con que insistió en negar todo reconocimiento institucional a los pueblos indígenas empleó para oponerse, también de manera constitucional y con ``una técnica jurídica precisa'' a los reclamos indígenas en materia agraria, particularmente por considerar primitivo y contrario a la modernidad el régimen comunal de la tierra. Para Mora y muchos constituyentes y constitucionalistas del siglo XIX las tierras comunales eran una aberración: eran contrarias a la modernidad y a la ``civilización'' de la propiedad privada. Por tanto, en los orígenes del constitucionalismo mexicano tanto los pueblos indígenas como su régimen de propiedad comunal fueron desconocidos y negados.
Por eso el reconocimiento de los pueblos indígenas como una nueva persona jurídica no puede ajustarse a los términos de la Constitución actual ni a los de
la historia del constitucionalismo mexicano. Debemos abrir la Constitución a esos pueblos negados hasta este momento por ella. Reconocerlos significaría reconocerlos como son, no como queremos que sean o como queremos que dejen de ser. Tendre-
mos que incorporarlos constitucionalmente por vez primera como una nueva persona jurídica. Sólo en ese momento se requerirá de una técnica muy precisa para elaborar las leyes secundarias que aseguren la acreditación de tales pueblos y el ejercicio de los derechos que por primera vez la Carta Magna les concedería. Tenemos que hablar, en términos constitucionales, de un gran armisticio histórico con los pueblos indios.