San Andrés: el lugar de las muchas verdades y los muchos caminos
Adelfo Regino Montes
Resulta difícil contar la historia que es construida en medio de circunstancias adversas y poco propicias para la paz y tranquilidad social, como lo son hoy día los momentos que se suceden en el sureste mexicano. Esta dificultad aumenta cuando en un texto tratamos de resumir las muchas verdades y los muchos caminos que han llegado a comunarse en el ``lugar de la cueva blanca'', así como llaman los hombres y mujeres tzotziles la sede oficial de los diálogos de paz entre el EZLN y el gobierno federal.
Como todo final implica al mismo tiempo un principio, los Acuerdos de San Andrés son un punto de llegada y al mismo tiempo un instante de salida de muchas verdades y caminos. Como dicen en nuestras comunidades: ``no cuando sea llegan a cruzarse las verdades y los caminos''. De hecho, siempre hay un momento en que el encuentro puede producirse y entonces el rostro y el corazón pueden hablarse y comprenderse.
El neozapatismo ha sido una apuesta al encuentro de muchas verdades y de muchos caminos. Su encuentro inicial fue con las comunidades que en las montañas le dieron vida y futuro. Después vino el encontronazo con las esferas del poder y el dinero al emitir el grito del ``ya basta'' en el amanecer de 1994. En este reto surgió la voz profunda de una sociedad dispuesta a abrazar una paz digna y justa, alejada de los fantasmas de la opresión colonial a la que han sido sometidos nuestros pueblos y regiones.
Pero otros encuentros hubieron antes de la insurrección zapatista. El más conocido es aquel llamado que hiciera Miguel Hidalgo y Costilla por la independencia mexicana. Al llamado acudieron los pueblos indígenas para ofrendar su fuerza y su vida por la liberación de México. Después nadie más se acordaría de nosotros, y si algunos lo hicieron fue para darnos trato de extranjeros en nuestra propia tierra. Más tarde, con el impulso de las ideas liberales en suelo mexicano, ``desamortiza-
rían'' las tierras comunales para hacerlas susceptibles de propiedad privada, y de esta manera tratar de vencer una de nuestras últimas resistencias: el sentido de comunalidad de nuestra existencia.
Contrario a las intenciones de los ``liberales'', no fue posible derrotar la resistencia india. Semejante a las muchas veredas que hay en nuestras comunidades, se fueron desarrollando múltiples formas de revertir dichos propósitos, que tendrían un cauce común bajo el grito de ``tierra y libertad'' enarbolado por el movimiento zapatista que dio impulso y fuerza a la Revolución mexicana.
Y aunque la demanda del zapatismo fue retomada al momento de expedirse la Constitución mexicana de 1917, los pueblos indígenas de México volvimos a ser negados bajo la máscara del simple ``campesino'' o ``proletario''. Así, bajo la lógica anterior,
el indigenismo estatal habría de impulsar sus políticas dejando fuera del camino a muchas voces y verdades que desde entonces habrían de construir otras veredas en las montañas y en las selvas. A estos lugares nos arrojan y desde aquí comienza a labrarse la espe-ranza.
La esperanza --dicen-- es lo que muere al último, y la sentencia se cumplió cabalmente en las esperanzas indígenas. La esperanza sería más clara en el presente siglo, cuando en la década de los 70 comienzan a emerger las primeras organizaciones con un claro perfil etnopolítico. Como dirían varias de las personas de aquel entonces, dichas organizaciones emergentes no eran ``ni de derecha ni de izquierda, simplemente eran indígenas'', y entonces venían las críticas que por hoy parecen estar superadas.
Lo más difícil, quizás, fue cómo traducir aquello que se reivindicaba, de tal manera que fuese comprensible para una sociedad cada vez más sensible a las demandas indígenas. Lo peor es que había que utilizar términos que en el pasado habían sido utilizados en contra de nuestros pueblos. Recurrir a la principal arma que tenía el poder para sembrar dolor y muerte en nuestras comunidades: el derecho y la fuerza.
Así inicia la construcción sistematizada de los derechos indígenas como el centro de atención de la emergencia indígena. Lo que más causaba y hasta hoy sigue provocando fuertes resistencias, es el hecho de que sean derechos de naturaleza esencialmente colectiva, sin que ello signifique negar los derechos individuales. El sujeto de estos derechos --se ha dicho desde el principio-- lo constituyen los pueblos indígenas, tal como aparece signado en la Carta Internacional de Dere-chos Humanos.
Consecuencia de lo anterior es el derecho a la libre determinación concretada en la autonomía, en el marco del Estado mexicano. Desde entonces nunca se planteó que la propuesta de autonomía indígena fuese origen de secesión o fracturamiento del Estado mexicano, como hoy pregonan los detractores de las reivindicaciones indígenas, sino que se vislumbró como la oportunidad histórica de saldar de una vez por todas la gran deuda con los pueblos indígenas acumulada durante siglos.
Consecuentes con los principios esenciales de la democracia practicada desde nuestras comunidades, se afirmó que la autonomía debería ejercerse en diversos ámbitos y niveles, conforme a las circunstancias particulares y específicas de los propios pueblos. A la par, se reafirmó que el derecho a la autonomía implicaría a su vez la conquista de otros derechos, sobre todo aquellos relacionados con el territorio y el reconocimiento de los sistemas normativos propios.
Así caminando, hasta antes de 1994 veíamos lejana la posibilidad de debatir y acordar estos temas con el gobierno mexicano. Más lejana la vimos aún cuando se decretó en 1992 una adición al párrafo primero del artículo 4o. de la Constitución federal, para incorporar en ella una declaración de ``buena voluntad'' del gobierno de Carlos Salinas de Gortari, presionado desde el exterior por motivo de los 500 años de la llegada de los españoles a estas tierras. Ante esta situación fuimos claros y dijimos que dichas reformas no representaban el sentir de los pueblos indígenas, y que en ninguno de los sentidos constituía un avance para dar cauce a los graves problemas que enfrentamos. En consecuencia, su reglamentación jurídica no fue posible, puesto que no podíamos detallar una declaración constitucional que para nosotros era una camisa de fuerza.
Fueron de nueva cuenta el dolor y la sangre de los ``más olvidados'', de los ``sin rostro'', de los hombres y mujeres del EZLN, los que pondrían en el centro de la atención nacional e internacional la problemática que viven los pueblos indígenas de México y el mundo. Sus símbolos, sus actitudes, sus lenguajes y sus propósitos serían desde aquel amanecer doloroso un retrato de nuestras realidades cotidianas. Y aunque en aquel entonces muchas de nuestras comunidades y municipios realizaban el acto de transmitir el mando para transitar otro año más de vida, existía la conciencia de que algún día ocurriría el encuentro con la insurrección zapatista.
El espacio privilegiado del encuentro es el territorio tzotzil de San Andrés. Es en este lugar donde la palabra ``consenso'' va a ser repetida mil veces. Primero entre nosotros mismos y después con el gobierno federal. Hasta hoy no alcanzamos a percibir si el gobierno federal entendió el verdadero significado de la palabra empeñada, que entre nosotros es regla de oro. Los que en San Andrés pusieron su pensamiento y hoy lo detractan, como decimos comúnmente, ``no tienen palabra''.
Los logros alcanzados sobre derechos indígenas en San Andrés constituyen a todas luces un punto de partida. En ella a nada se renuncia, porque el aire que respiramos y el agua que tomamos no son patrimonio de nadie. Porque la autonomía que estamos reclamando --como diría un jefe indio del Norte de Améri-ca-- es como el aire que respiramos; es como el agua de los ríos que fluye para alimentar al mundo y a los seres humanos.
Ni separatismo ni privilegios ni balcanización ni secesiones plantean los Acuerdos de San Andrés sobre derechos indígenas. Los que así lo predican inventan fantasmas que no existen, proyectan ideas que por nuestra mente nunca han pasado. Los verdaderos balcanizadores de México y los auténticamente privilegiados son los que hablan y suscriben a nombre de nuestra patria tratados que excluyen a la mayoría y que decretan la muerte para los olvidados. Aquellos que, cobijados bajo el amparo del poder y del dinero, no son sometidos a juicio cuando a sus espaldas pesan la muerte y el dolor de sus conciudadanos. Ellos sí alientan odios, divisionismos, añejos rencores que por siempre deben quedar archivados en el museo de las antigüedades.
Nosotros los pueblos indígenas somos los que mejor testimonio podemos dar en la defensa de la patria y de la soberanía nacional. Somos los que trabajamos la tierra y damos alimentos a una buena parte de la población nacional. Con el tesoro de nuestros ancestros, hacen culto al indio muerto y desprecian en sus centros cotidianos al indio vivo.
Los Acuerdos de San Andrés no van más allá de lo que por justicia y por derecho nos corresponde a los pueblos indígenas. Al fin, el paso de los soles y las lunes habrá de juzgarnos como es debido. Por eso, hoy la exigencia mínima y generalizada es que el gobierno federal cumpla con los Acuerdos de San Andrés, que así nos empeñó su palabra desde aquel febrero de 1996.