Las víboras, las malditas víboras otra vez. El recoveco al que desplomó su magullado cuerpo Velasco era un nido, y de los peores. No se dio cuenta de inmediato. Cayó parado, y hasta dispuso un tiempo de acomodarse para descansar.
Los pinos muertos lo habían impregnado de trementina hasta emborracharlo. Le empezaba la hilaridad y se le iba el hilo del pensamiento. Ya había dejado de preguntarse para qué tanto operativo de tren ilegal y secreto si el cargamento consistía en ocote grande nada más. Vio que había gato encerrado, que lo importante era lo que no se veía.
Pero el flamazo del pino, adherido a sus ropas, su pelo, sus manos y por lo visto su sangre, lo había olvidado de dudas y reflexiones sobre qué vería dentro del tren.
Se adormecía con delicia cuando un cosquilleo le recordó que tenía mano izquierda. Antes que acabara de voltear ya había sonado el crótalo, tsss. En su niebla de cansancio, hambre, hemorragia y trementina, Velasco distinguió, entre los troncos apilados a su alrededor, las pequeñas y medianas cascabeles de una familia virulenta.
Carajo no es palabra para expresar lo que de dentro le dictó el cerebro. La exploración viperina se inició rápido. El se estuvo quieto, que es como se le hace en estos casos.
Las viboritas le rondaron las orejas y él escuchó sin el menor parpadeo (si es que eso era escuchar). Estaba demasiado zumbo para sentir miedo. Reaccionaba primordial, instintivo. La adrenalina recuperó el control del cerebro de Velasco, curiosamente para inmovilizarlo.
Y en eso, que se suelta la lluvia, que con ese frío era casi nieve. Las víboras son de sangre fría, pero no pendejas, así que se replegaron a los intersticios del cargamento de ocote y dejaron en paz al aterido hombre, le perdieron interés.
Urgía refugio. ¡El vagón siguiente! Con ánimo exaltado, que pone signos de admiración donde no van, se brincó la junta de los carros y asió a la derecha el barandal de la escalerilla, giró y se desplazó como lagartija en un muro para, digamos, darle la espalda al paisaje que transcurría veloz e hiriente de lluvia navajeándole el rostro. La puerta se encontraba cerrada. Buscó la manivela; no se soltaba. Se entumecían sus músculos. El herrumbre, carajo. Enganchó el codo al barandal y presionó la manivela con ambas manos. Un agudo rechinido, distinto del que el tren chaca-chaca hacía chillar en el tenso nervio de un alambre.
Descorrió la puerta lo suficiente para escurrir el bulto y lo siguiente fue acostumbrarse a la oscuridad. Por eso no cerró tras él. Tantita luz que entrara.
Lo rodeaban, entrevió y palpó, unas pacas largas de paja y hojas de palma. Anduvo a tientas, temblando, chorreando agua por un pasillo entre las pacas apiladas. Algo no checaba. Apretaba el pajar y era duro. Y una frialdad que nunca en un pajar. Como si las palmas secas no alcanzaran a ofrecerle pesebre al pobre Velasco. Apretó un poco más fuerte. Duro, como sólo el metal. Presionó, palpó ampliamente, a lo largo. Identificó la forma y un helor le enfrió la espalda otro poco. Ese era el cargamento que los palos de pino disimulaban, el tesoro del tren.
¡Un vagón entero! (La exaltación disminuía; además, la lluvia le limpió la impregnación malsana que traía). Siguió a ciegas, tanteando armas largas, armadas y listas. Miles de ellas, calculó. Por fin tocó un montón sólo de paja y cartón, bueno para tumbarse. Justo lo que Velasco necesitaba ahora: un secante. Y un poco de abrigo amniótico, aunque lo rodeara tanto fierro.