Hay, entre muchas otras, dos maneras de ver y entender nuestra transición a la democracia. Una pone el énfasis en los cambios graduales que nos aproximan a cierta ``normalidad'', y destaca entre los avances incuestionables la instauración de procesos electorales libres, organizados de principio a fin por órganos confiables; la consolidación de un régimen de partidos protegido por la ley; la indiscutible apertura de los medios a una diversidad de voces, en fin, la irrupción de una ciudadanía activa y vigilante. En esa visión del cambio, el pluralismo y la alternancia son ya las realidades tangibles de un cambio en el que no hay marcha atrás.
La prueba de que estamos viviendo ya una plena normalidad democrática la daría, justamente, el hecho de que el PRI está dispuesto a jugar sin cartas marcadas, bajo unas condiciones electorales que ya no regula ni están subordinadas a su decisión, reconociendo sus derrotas. Eso es lo que ha ocurrido en las últimas elecciones, particularmente en el DF.
Pero hay otra interpretación de la transición que, si bien asume como propios estos cambios, tomándolos como hechos positivos, considera que la llamada transición está y estará incompleta mientras el PRI no pierda el poder presidencial. Desde tal perspectiva la llamada ``normalidad democrática'' comienza, justamente, con la derrota del ``partido de Estado'' y no antes, por mucho que se avance en la reforma democrática de las instituciones y por más activo y creíble que sea el juego electoral, la alternancia partidista.
Estas dos maneras de pensar se traducen, como es natural, en posturas tácticas definidas en todos los sucesos de la vida política diaria, pero se ponen de relieve con particular nitidez ante el acontecimiento que ordena toda la coyuntura: la sucesión presidencial del año 2000, la cual tendrá lugar bajo las nuevas reglas del juego electorales.
Allí se puede crear una situación peculiar. Suponiendo sin conceder que el PRI ganara bajo esas mismas reglas la elección presidencial, ¿no tendríamos la confirmación de que, en efecto, vivimos el primer capítulo de la verdadera ``normalidad''? Sin embargo, para un sector muy importante de la oposición nada habrá cambiado hasta en tanto el PRI no deje de gobernar. El punto, naturalmente, es qué pasaría en caso de una competencia demasiado cerrada con diferencias mínimas entre unos y otros contendientes; ¿aceptarían las partes ese veredicto sin reclamos ulteriores? ¿Tendríamos, para tal efecto, la autoridad electoral suficientemente fuerte y confiable, autónoma de los partidos, capaz de llevar a buen puerto la sucesión?
Es obvio que el debate sobre la transición, independientemente de las connotaciones teóricas del término, no ha terminado.
En todo caso, si la transición en su sentido original es algo más que un cambio de siglas y nombres en los procesos electorales, lo cierto es que México requiere de una cultura democrática capaz de darle un sentido menos oportunista al cambio, está urgido de una cierta, digamos, transformación ``espiritual''.
N.B. Las noticias zacatecanas no tienen desperdicio. La capacidad del PRI para negar la realidad supera los cálculos más optimistas de la oposición. El caso del diputado Monreal ilustra muy bien ese desencuentro que tiene ya tintes de parodia. Hace unos días un molestísimo líder sindical de la vieja guardia dijo en la radio que si el plan del PRI era perder las elecciones, entonces don Mariano Palacios estaba haciendo las cosas a la perfección. Luego un gracioso profesional que atiende como diputado, se llenó la boca diciendo que el PRI salió ganando ``porque ahora, en lugar de uno, tendrá dos candidatos a la gubernatura'' de Zacatecas. En fin, signos manifiestos de una situación irreparable.
Lo notable del caso es que, en efecto, la oposición considera que todo lo que debilite al PRI es benéfico para la causa de la democracia, y ya se apresta a abrirle los brazos al converso recién llegado. No podemos predecir cuál será el resultado final de esta fusión inesperada, pero lo que sí se puede señalar es la necesidad de ir acotando términos de tantos vuelos, como son los de ``transición'' y ``normalidad democrática''.