La Jornada jueves 12 de febrero de 1998

Rolando Cordera Campos
Seguridad pública y responsabilidad política

Después de la agresión nada casual y sí muy violenta y orquestada al gobierno prácticamente en pleno, vale la pena insistir sobre un asunto crucial para el futuro y que se ha vuelto ya un aunténtico nudo del presente. Se trata del problema endemoniado de la seguridad pública.

Sin seguridad pública no hay vida privada que sea productiva. No hay vida social que resista por mucho tiempo, ni intercambio político democrático que pueda durar. Todo se vuelve, en el menos peor de los casos, simulado. Como ocurre en Colombia hoy y ha empezado a ocurrir en México ayer y mañana.

El asunto de la seguridad es materia de Estado y no puede abordarse eficazmente sólo por el gobierno. Si en efecto vivimos una crisis en esa materia, el enfrentarla no puede ser un punto más de la agenda pública, sino el centro de la gestión estatal y el objetivo número uno de toda movilización social y política que se asuma como democrática. No hay atajos ni manera de soslayar la centralidad de la cuestión.

Sin embargo, es eso lo que hemos hecho como nación en los últimos años. Buscamos atajos en las guardias privadas o militarizadas, y en el gobierno se hizo del Estado Mayor Presidencial una fortaleza con vida propia, autónoma en los hechos del Ejército y a veces hasta de la Presidencia misma. Además, se prefirió hacer como si la situación no fuera de la magnitud que es, formando comisiones nacionales y regateándoles el presupuesto, poniendo en la picota a mandos militares y haciendo de la Procuraduría un instrumento para el litigio político o la ambición personal.

Atajos y postergaciones caen sobre el país entero y el gobierno mismo. Nadie debería buscar pretextos para salvar cara o hacerse a un lado, porque no hay manera racional de hacerlo. En este barco estamos todos, y no hay margen para hacerse el occiso: de seguir las cosas como van, la política no tiene más derrotero que contaminarse todavía más del delito y cuando suene la última campanada para la ambición del año 2000 todos viviremos realmente en peligro: no hay escape y lo sabemos.

Enfrentar la inseguridad supone grandes esfuerzos de reconstrucción institucional y una larga y difícil valoración de las leyes y el Estado. La labor implica mejoramientos técnicos y recursos humanos de todo tipo.

Se requiere, asimismo, de una alta dosis de responsabilidad política que toca a los partidos producir y acumular, diseminarla y volverla cultura cívica. No hay recetas ni proyectos ``llave en mano'' que podamos comprar, pero lo que importa sobre todo es empezar y forjar unas capacidades intelectuales y administrativas que nos habiliten para escoger lo mejor posible de lo que nos ofrece el exterior en la materia.

Empezar ahora exige que los partidos y sus legisladores, junto con el gobierno federal y los gobiernos estatales, se aboquen a hacer explícitos los capítulos difíciles y comprometedores del orden del día. La necesidad de legislaciones ``duras'' y la urgencia de contar con órganos e instituciones dedicadas formal y realmente a velar y fortalecer la seguridad del Estado, son algunos de estos puntos que no nos atrevemos a tocar; al no hacerlo, los sometemos a una oscuridad en la que no puede sino extenderse toda la flora del mal que se nos antoje.

Otro tema sería el que tiene que ver con el federalismo, la soberanía de los estados y la policía. Para abrir boca: sin una policía nacional, o federal, no se va a poder avanzar, como tampoco se hará si esta policía no se militariza en serio, lo que quiere decir, por cierto, sacar al Ejército mexicano de tareas policiales.

Todo se articula por la obsesión del 2000, pero no puede aceptarse que sirva de pretexto para desprenderse de las responsabilidades que impone el presente. Esta es la paradoja final de esta larga y dolorosa transición para llegar a buen puerto, como unas elecciones y una alternancia, con un Congreso no sólo legal sino legítimo, con un nuevo gobierno aceptado por todos. Es indispensable crear las condiciones mínimas que hagan todo eso posible.

No se puede esperar que el nuevo gobierno que empezará el siglo, por él mismo y si se quiere junto con todos, acometa estas tareas; de no empezar ya a realizarlas, no habrá alternancia ni nuevo gobierno ni Congreso que aguanten la avalancha de inseguridad y sentimiento antiestatal que ya está con nosotros. Lo de Querétaro no fue, es preciso aceptarlo, una primera llamada sino parte de un repique ominoso.