Horacio Labastida
La Constitución burlada

Hace 81 años, precisamente el 5 de febrero de 1917, en el Teatro Iturbide queretano, los diputados jacobinos, entre ellos Heriberto Jara y Emilio J. Mújica, no podían ocultar el goce que los embargaba al escuchar las solemnes palabras que dieron vigencia a la Constitución que había sido aprobada. Los debates fueron arduos y a las veces escabrosos, porque el proyecto enviado por el primer jefe Carranza contenía graves faltas que debían ser corregidas.

Considerar que una nueva Carta Magna y sus correspondientes instituciones eran sólo una reforma a la de 1857, abriría puertas anchas a errores de muy graves consecuencias.

El proyecto prácticamente repetía las garantías individuales consagradas por la generación ayutlense y dejaba, según sus partidarios, la solución de los problemas agrarios y laborales a disposiciones secundarias. Por fortuna, tal miopía fue oportunamente enmendada al lograr, los constituyentes radicales, acuerdo favorable a las garantías sociales contenidas sobre todo en el artículo 27 constitucional, parámetro económico y político central de la concepción revolucionaria mexicana. Su espléndida connotación ha sido objeto de censuras y modificaciones nulas de pleno derecho tanto en el régimen Obregón-Calles cuanto en los gobiernos del país, a partir de 1947, y muy especialmente en los últimos diez años.

Cabe preguntarnos ahora, ¿cuál es, en lo fundamental, el significado de los cambios constitucionales introducidos por la Asamblea del Teatro de la República? Nada difícil es encontrar la respuesta si se revisa con cierto cuidado la no muy larga historia de México.

Los verdaderos sentimientos nacionales fueron claramente expresados en la convocatoria que hizo el movimiento insurgente, hacia 1813, para configurar a la nación en Estado soberano, respetuoso de los derechos del hombre y democrático en el sentido de que el poder político fuera ejercido por el pueblo; únicamente de este modo la vida colectiva se asentaría en la justicia social.

La insurgencia advirtió desde entonces que sin equidad era imposible la soberanía en el concierto internacional y la práctica de los derechos del hombre y del ciudadano.

Morelos y su generación sabían muy bien que una república representativa caería en el dominio de las clases acaudaladas si no había justicia social, pues la indigencia es fuente del sufragio no efectivo o aclientelado; es decir, de las democracias sin pueblo.

Esto es lo que ha sucedido en las siguientes casi dos centurias. Santa Anna y Porfirio Díaz, dueños del gobierno en el siglo XIX, asociaron su poder con oligarquías e intereses minoritarios locales y extranjeros, negando al pueblo participación en el mando público, situación agudizada en los primeros dos lustros del actual siglo, por cuanto que la entrega del Porfiriato a las metrópolis del capitalismo alcanzó los extremos que provocaron el estallido revolucionario.

Los constituyentes jacobinos poseían una clara conciencia de que el desequilibrio del país y de la riqueza entre sus habitantes, tenían como causa principal la marginación de éstos en la marcha política, o sea la ausencia total de una vida auténticamente democrática.

Esta es la crisis histórica que intentó corregir el constituyente de 1917 al propiciar, en el mencionado artículo 27, las condiciones que harían posible en lo sucesivo la toma del poder por el pueblo: el sufragio efectivo en nuestra organización representativa se transformó de esta manera en un instrumento nodal de la instalación democrática en la historia.

Pero los resultados son negativos; otra vez los gobiernos emanados de la Revolución se convertirían en los directores políticos de las élites del capitalismo trasnacional y sus dependientes locales. El medio siglo de historia reciente es la prueba dramática de una Constitución burlada, sexenio tras sexenio, por el presidencialismo autoritario mexicano. Lázaro Cárdenas es el único presidente que honra al México moderno.