La Jornada miércoles 4 de febrero de 1998

José Steinsleger
Tercera dama jamás

¿Restan dudas acerca de la diferencia entre ``clase'' y vulgaridad? De aquel inolvidable ``Happy birthday, Mister President'' que Marylin Monroe le cantó públicamente a John Kennedy diciéndolo todo a las procacidades que hoy rondan la Casa Blanca... ¿no siente usted que cambió el estilo? ¿Será que tales son los síntomas de la decadencia imperial? Porque desde el patio trasero a uno le gusta hacerse la película. Y si de un lado el despotismo político siempre acompañó al despotismo sexual, por el otro es injusto que ahora nos vendan un producto de tan baja calidad.

El glamour de los Kennedy facilitó la escalada de guerra en Vietnam. Pero el de los Clinton para justificar la toma de los ``palacios presidenciales'' en Irak... No. Ya no hay fantasía, ya no hay enemigos. Vea usted: de la mano de Robert de Niro, Hollywood ya tiene lista Wag the dog . La historia habla de un ataque a Albania para ocultar el escándalo de una joven que confiesa a The Washington Post sus relaciones sexuales con el presidente. Pero la otra es Primary Colors, donde John Travolta protagoniza la vida del gobernador de un estado sureño norteamericano que llega a la Casa Blanca sin poder contener su voracidad sexual. En un pasaje del filme, la actriz Emma Thompson, que encarna a la mujer del presidente, dice: ``Jack Stanton podría ser un gran hombre si no fuera semejante hijo de puta, falso, descerebrado, desorganizado e indisciplinado''.

¡Qué falta de imaginación! William Clinton podrá estar en las antípodas de Kennedy, su alter ego. Pero Hillary Rodham es lo opuesto de la ``mujer rota'' de Simone de Beauvoir, que Jacqueline Bouvier simbolizó a la perfección. Hillary también es muy distinta a las brujas que de ``Lady Bird'' Johnson a Barbara Bush la precedieron en el cargo. Por eso, mientras su esposo rogaba desde el baño ``diles que no estoy'' ha tenido que vérselas con aventureras como Susan Carpenter, líder del feminismo de ultraderecha que diseñó el ``acoso sexual'' de William a Paula Jones, y la veterana Luciane Goldber, conocida arpía del Partido Republicano que en los sesenta le vendía a Nixon secretos de sus rivales demócratas, quien a su vez enganchó a Linda Tripp, del Pentágono, que no quería enterarse ``de nada'' pero que fue capaz de meter en su pechos una grabadora para obtener las confesiones amorosas de su ``amiga'', la pobre Mónica Lewinsky.

El escritor norteamericano Gore Vidal dice que el complejo militar-industrial avanza en sus métodos para destruir a los políticos insumisos del establishment. Que las diferencias ya no se resuelven como en el caso de Kennedy, con un balazo en la cabeza. Los Clinton, asegura en una entrevista concedida al diario inglés The Observer, ``...nunca entendieron nuestro sistema de clases''. Es probable, porque la pareja se ganó muchos enemigos cuando propuso un sistema nacional de salud que les devolviera a los contribuyentes parte de lo que pagaban en impuestos y las aseguradoras gastaron 500 millones de dólares en avisos televisivos que calificaron al plan de ``comunista''.

Dudas, desesperaciones, heridas. Dificultades de la historia. Y luego ese aplomo, ese autocontrol, esa encomiable expresión de ``lo sé perfectamente todo y sin embargo...''. No diga que no. ¿Qué hombre no sueña con tener a su lado a una mujer así? Lo apoya, lo defiende, le cree y además... ¡le aplaude!

El totalitarismo terapéutico norteamericano, que trata de explicar todo sufrimiento o debilidad como síntoma de enfermedad es una teoría poco convincente para los servicios secretos. Habrá que ver si en la línea de la novela de Le Carre, Mónica Lewinsky no fue una suerte de ``chica del tambor'' sembrada por el Mossad israelí en la Casa Blanca. Y los medios. Esa cloaca llamada ``libertad de expresion'', tan venerada en las colonias, haciendo picadillo a una chica mitómana y confusa que se comunicaba con el presidente publicando en el Washington Post poemas de amor de Shakespeare.

En Estados Unidos, donde la moral es una dimensión de la astucia, el poder falocrático de los Kennedy y Edgar Hoover llevaron al suicidio a Marylin Monroe. El todopoderoso Hoover, el temible jefe del FBI, destruyó sin piedad durante décadas miles de vidas probas mientras organizaba fiestas en las que lucía calzoncito negro y un sostén del mismo color, adornados con encajes. ¿Tendrá Mónica Lewinsky el mismo final? ¿O acaso se ha descubierto cómo hacer el amor sin que sea una forma de confidencia?