La lectura de Un soplo en el río, de Héctor Aguilar Camín, me provoca antes que nada un sentimiento de soledad que nace de las comparaciones con mi propia experiencia. No deja de ser trágico que al mirar hacia atrás para descubrir los goces y padecimientos de una generación que comprometió todo en su vida por una causa, tengamos que advertir un escenario de escombros. Este sentimiento no es obra sólo de la madurez, que arrasa siempre con los vigores arbitrarios de la juventud. Es la época que desmiente las pasiones. Para empezar, las palabras compromiso y causa han pasado a mejor vida, y debemos enfrentarnos a nuestros recuerdos volviendo a la novedad de las viejas preguntas que entonces nos hicimos, y que se quedaron sin respuestas en el tiempo.
Toño y Rayda, los dos protagonistas principales, son seres filosóficos de mi propia época de pasiones, porque siempre tuvieron tantas preguntas que ni las acciones ni las omisiones pudieron responderles. Ella perece en la acción, en el hueco oscuro donde se pagan los heroísmos, asesinada en El Salvador, y él desaparece remontando de regreso el río.
La izquierda toma ropaje en esta novela, y entra en la vida y en la conciencia, con sus rígidas reglas, su catecismo militante y toda su gloria de manual. Muchas veces eran caminos trillados y ramplones los que llevaban a la entrega, y al heroísmo. La vida solía pasar por esa criba de desapego total donde la muerte venía a resultar un premio de lotería sagrada para muchos, y una manera de enseñar retórica para otros, que al fin y al cabo sobrevivieron. Y los que sobrevivieron no fueron siempre los mejores.
En el territorio de esta novela, uno debe aprender a moverse a lo largo de su lectura entre la compasión por uno mismo, y la expiación. Compasión no por lo vivido sino por las preguntas que aún quedan abiertas. Muchos murieron entendiendo las ideas como las vivían, y me parece que eso nunca tendrá sustituto ético. Otros serían hoy héroes si hubieran muerto entonces, y no fantasmas molestos de un pasado de gloria.
Ese yo revolucionario hay que desprenderlo en tres, Toño, Rayda, El Vate, como fases de una misma conciencia. Quizá el que se hace más preguntas y encuentra menos respuestas es Toño, porque cree siempre en una forma de purificación que no alcanza sino al desaparecer. Rayda, al contrario, cree hasta la muerte que tiene un deber con su tiempo, y que la paz interior sólo se consigue en el acto continuado de cambiar el mundo. El Vate es una síntesis amarga de los dos, el intermediario final suspendido en el aire para siempre.
Los escenarios de esta novela son los mejores escenarios contemporáneos para entender la década de los ochenta. El hombre nuevo se estaba creando en el territorio menos probable, la Centroamérica que hacía refulgir la revolución como la nueva piedra filosofal entre los escombros de la miseria.
Era una tarea de pasión, y no de razón, que es, quizá, lo que Toño Salcido nunca llegó a entender. Su pasión nunca tuvo fin. Nada está mejor dicho en este libro que la explicación de su movimiento perpetuo: las revoluciones sólo son aquellas que se están haciendo, es allí nada más donde vale la pena estar, no en el poder que desde el inicio consume la pasión. No en balde la utopía siempre es de futuro, y el presente una forma de ensayar el pasado. Por el contrario, para Toño Salcido la vida no es sólo un regreso perpetuo a la semilla, sino que el inicio de la vida lleva la corrupción de la materia que marca el final.
El problema está en los énfasis, le dice El Vate a Salmerón: ellos son los que marcan el punto de partida; puedes entrar al mundo de los oprimidos por caminos equivocados, ``pero una vez que estás allí, lo único que puede verdaderamente suceder es que te indigne la barbarie de la explotación, la violencia de la miseria (...) si te saltas eso, no entiendes nada''. La clave del énfasis sólo está, al final, en la vida de Rayda, la suma de eros y tanatos, el poder personal de no regatear el sacrificio.
Desde la atalaya de esta novela, podemos, puedo, mirar al pasado con algo más que nostalgia de lo vivido. Valió la pena, me digo, a pesar de la falta de respuesta ante tantas preguntas, o quizás precisamente por eso, porque no hay nunca experiencias concluidas, ni respuestas acabadas. Y sólo recuerdo ahora a Joaquín Pasos en El canto de guerra de las cosas: todo se quedó en el tiempo, todo se quemó allá lejos...