Hace 150 años (la vida sumada de tres hombres), el 2 de febrero de 1848, se firmó --para colmo de paradojas-- en la villa que llevaba entonces el nombre unido de la Virgen de Guadalupe y del Padre de la Patria: Guadalupe Hidalgo, el tratado por el cual se dio por terminada la inicua guerra entre Estados Unidos y México.
El día 21 de agosto de 1847 todavía sonaban algunos tiros dispersos de los que se batían en retirada entre las acequias de Xoco y las milpas del Pueblo de la Piedad, después de la batalla de Churubusco, cuando ya Antonio López de Santa Anna había enviado a la apacible Villa de Tacubaya a sus parlamentarios para convenir un armisticio con los invasores.
Un día antes los habitantes de la capital, formados en batallones de guardias nacionales, se defendieron bravamente de la superioridad en armas y oficio para matar de los norteamericanos en las Lomas de Padierna y en el Convento de Churubusco. Desde las serranías cercanas, las tropas del Ejército de línea se mantuvieron a la expectativa; ni Valencia ni Santa Anna ni Juan Alvarez entraron a la batalla y, desconfiados unos de otros, fueron sólo testigos de la derrota de los valientes capitalinos encabezados por el general Anaya.
De las pláticas iniciadas en Tacubaya, los mexicanos no obtuvieron sino una exigencia exorbitante: la pérdida de Texas, parte de Tamaulipas, Arizona, Nuevo México, las dos Californias y el paso libre y perpetuo por el Istmo de Tehuantepec. Los norteamericanos pudieron entrar a la capital con sus grandes carros a traer bastimentos para sus tropas amparadas en la tregua; entonces se vio el triste espectáculo de la policía capitalina defendiendo a los yanquis de los pelados de la capital que, a pedradas y con arma blanca, trataban de impedir la burla y el atropello.
Se rompieron las pláticas y los norteamericanos, ya repuestos, tomaron el Molino del Rey, Chapultepec y las Garitas de la Ciudad. Santa Anna, después de intentar inútilmente tomar la ciudad de Puebla, como era su costumbre desapareció de la escena; Valencia y Alvarez salieron también del valle de México y todo quedó en manos de un gobierno provisional de civiles en Querétaro, que medio pudo salvar la situación y firmó el Tratado de Guadalupe Hidalgo, el cual fue ratificado por el Congreso unas semanas después.
En Querétaro se reunieron apresuradamente diputados y senadores y tuvieron que enfrentarse al terrible dilema de ceder a Estados Unidos cerca de 2 mil 500 millones de kilómetros cuadrados o rechazar el tratado y condenar al país a la continuación de una guerra perdida de antemano y arriesgar con ello la desaparición de México como estado independiente.
La historia, se ha dicho muchas veces, es maestra de la vida. Hoy, 150 años después de la firma del tratado, sin necesidad de las fuerza de las armas sino a través de otros convenios internacionales, con la indiferencia de las autoridades mexicanas y la complicidad de los grandes capitales, nuevamente nuestra patria se encuentra en riesgo de perder su soberanía. Conservamos entonces la península de la Baja California y el istmo de Tehuantepec, pero nos preguntamos si, por miopía, no estaremos perdiendo estos importantísimos territorios de México ante los inversionistas, ante las grandes empresas trasnacionales que hoy representan la misma codicia y el mismo afán expansionista que representaron hace 150 años las bayonetas y los cañones de los invasores.