Bárbara Jacobs
El final de la aventura

No siempre sabe uno por qué hace lo que hace. A principios de los 90, un martes por la mañana se me ocurrió invitar a Mamá a acompañarme en una aventura. Aunque de entrada, ya que venía de mí, le sonó a una invitación interesada, aceptó. Se trataba de ir a buscar la casa en la que vivieron, hace cuarentaitantos años, los viejos señores B. y cuatro de sus cinco hijos, aquí en la ciudad de México.

Después de recordar la dirección, Privada del Lago 42, y de indicarme cómo encaminarnos, Mamá me preguntó si mi antojo se debía a que estaba yo escribiendo sobre los B. Claro que no, le aseguré; y le pedí que una vez más me contara cómo, en 1920, mi abuelo y el viejo señor B. se habían conocido en París, y cómo, en vista de que ambos eran comerciantes y, sobre todo, originarios de Líbano, se habían hecho amigos. Mi abuelo había entonces regresado a México, donde ya estaba establecido, y a los dos o tres meses había recibido noticias de su nuevo amigo, Monsieur B. Resultaba que Monsieur B., su esposa y sus hijos, vendrían a vivir a México. Por supuesto, no bien llegaron, mi abuelo les dio la bienvenida y los presentó con su propia familia. Entre mi abuela y Madame B. también nació una amistad inmediata y, dado que las tres hijas de M. y Mme. B. asistirían al colegio al que Mamá ya asistía, que era el Francés de México, las niñas a su vez se hicieron amigas, sólo que ellas a la manera de las niñas, es decir, se simpatizaron más las que no eran compañeras del mismo grupo, o sea, Mamá y las dos menores de las B., que las dos que compartían banca, Mamá y la otra B., cada una de las cuales sentía tanta animadversión hacia los caireles de la otra que, una y otra vez, llegaron a jalárselos mutuamente.

El hijo mayor de los B. regresó pronto a París, y tuvo un final trágico. Como estudiante de medicina, pernoctaba en el dormitorio universitario de la Sorbonne cuando, por un escape accidental de gas, se intoxicó y murió. El hijo menor de los B. ya nació en México, precisamente en la Privada del Lago 42. En aquel tiempo, la zona en la que se ubicaba la propiedad que Monsieur B. compró para su hogar estaba prácticamente despoblada. La suya era una de cuatro casas iguales de un mismo dueño, un político de aquellos años cuyo nombre, para M. y Mme. B., resultaba impronunciable.

Alineadas una al lado de la otra, esas casas consistían en una entrada amplia, un jardín rectangular y, al fondo, tras una terraza, la casa. Pero la de la familia B. no tardó en distinguirse entre todas. Para empezar, Madame B. hizo cambiar la puerta que daba a la calle, pues no permitía ver a través de ella, por una de barrotes de hierro, como la de su casa de familia en Francia. Además, alrededor del jardín plantó rosales, y los cuidaba con tanta dedicación que, quien pasara por la calle, podía detenerse a contemplarlos. En cuanto a la vida de la familia B. dentro de la casa, y a juzgar por el hecho de que Madame B. siempre fue amable, en contraste con Monsieur B. que siempre fue malgeniudo, los cuatro hijos resultaron tan equilibradamente malgeniudos y amables que, hasta donde un amigo puede saber, debe haber sido una vida familiar armoniosa.

La cosa es que, cuando Mamá y yo dimos por fin con la Privada del Lago, ella seguía sosteniendo que nuestro número era el 42. Pero, apenas vimos en qué se había convertido la propiedad marcada con el número 42, Mamá vaciló y, desconcertada, intentó creer que se había equivocado. Pero ya estábamos allí, y ahora no podíamos sino llegar al final de nuestra aventura, cualesquiera que fueran las consecuencias. La casa de la Privada del Lago 42 consistía, hoy, en una entrada sin puerta, un jardín sin rosales y una casa sin ventanas. Había hierba seca, trozos de hierro herrumbrosos y, para acabar, vacío y abandono.

``¡Ay!'', exclamó Mamá, que se llevó la mano al corazón, a la garganta. ``¿Para qué vinimos? ¡No debimos haber vuelto nunca!'' Horrorizada me jaló hacia la calle, hacia el coche; sin decírmelo, me pedía que nos alejáramos de allí a toda prisa.

Pues, ¡ay!, de veras. ¿Qué ocurrencia había yo tenido? Si uno más bien evita el riesgo de ir en busca de su pasado, ¿a quién se le ocurre ir en busca del pasado de los demás? ¿Y estamos hablando de pasado o de futuro? Por otra parte, por más que Mamá guardará gran afecto por los B., no tenía por qué haberla perturbado tanto la manera en la que se había disuelto o descompuesto el recuerdo de su pasado. ¿O sí? ¿Por qué?

Muertos los viejos Monsieur y Madame B., muertos los padres de Mamá, en ella había recaído el deseo de seguir cultivando la amistad de las dos familias. Si no se veían tanto como antes, era un hecho que seguían manteniéndose al día de los acontecimientos buenos y malos, pero importantes, de unos y otros. ¿Iba Mamá a comunicarles su experiencia de esa mañana? Y ellos, ¿se lo agradecerían conmovidos o se lo reprocharían indignados?

Cuando dejé a Mamá en su casa, que por cierto fue la de sus padres y es la casa de la que ella no ha salido en 50 años, la vi tan diferente que me llevé una mano al corazón.