Mientras otro año está a punto de terminar la sugestión de las reflexiones globales es fuerte. Hablemos entonces de esta América al sur del río Bravo que sigue buscando, entre tumbos y tropiezos, un camino firme hacia la democracia y el bienestar. Reconozcamos el terreno haciendo a un lado el crecimiento económico que ha mostrado desde siempre ser condición necesaria, pero nunca suficiente para salir del subdesarrollo. Y concentrémonos por un momento sobre los posibles sentidos de esa odiosa palabra que describe una realidad peor.
Subdesarrollo es búsqueda febril de avance técnico en medio de economías desestructuradas; trabazón enferma entre instituciones que cuidan clientelas poderosas y sociedades que no pueden controlar a sus Estados; debilidad del tejido de reglas de la convivencia colectiva. A lo cual deberíamos añadir, según los países: educación pública que no educa; medios de comunicación que mienten (la televisión en primer lugar) y describen países inexistentes; gigantismo urbano; miseria rural; niños en harapos que viven en las calles; opulencia y miseria que conviven codo a codo. Introduzcamos todo esto en una licuadora y el resultado será lo que el subdesarrollo es: un Frankenstein de movimientos discordantes siempre a punto de convertir la violencia más brutal en incontrolable instinto primario.
¿Es posible que una nación se conozca a sí misma por lo que es --luces y sombras, cinismos y dignidades-- en medio de tanto desgarramiento? La respuesta es tan obvia que es trivial hacerla explícita. Subdesarrollo entonces como enajenación. Mitos patrióticos hacia el pasado, ficciones eficientistas hacia el futuro. El presente, como decía Octavio Paz en su bellísimo discurso de aceptación del premio Nobel, está en otra parte. El subdesarrollo se anestesia en pasados legendarios y compensa sus carencias en el sueño de futuros puntualmente frustrados. El presente, que no puede ser reconocido, se disuelve entre impunidad, miseria, impotencia y demagogia.
No quiero ser radical (¿es posible no serlo en el subdesarrollo?) pero me pregunto cuántos políticos latinoamericanos del siglo XX recordarán con admiración el siglo XXI. Insisto: no quiero ser radical, pero sospecho que si serán una media docena serán muchos. La política es el arte del proyecto, de la audacia razonada y de la construcción de consensos. Aquello que no tenemos y que nos impide reconocernos. Pero el ejercicio de autorreconocimiento que de la política no viene, ha venido en estas partes del mundo del arte, de la literatura. A falta de otros espejos, nos reflejamos en figuras como Carpentier, Neruda, Fuentes, Vargas Llosa o Tamayo: nuestro, casi único, recurso para sabernos. Gracias a ellos podemos recuperar, transfigurada, aquella dramática realidad que la política deforma hasta convertirla en una mentira de mentiras.
¿Pero es posible salir del subdesarrollo sin una política restaurada en su dignidad? La respuesta es, otra vez, trivial. Y dejemos de lado la política económica. Ahí las restricciones son evidentes. Con déficit fiscales descomunales no se va a ninguna parte; con populismos tampoco y con cosmopolitismos frívolos menos. Pero, aún reconociendo los límites estrechos de la política económica, ¿dónde está escrito que lanzarse a la aventura (ineludible) de la globalización tenga que significar la renuncia a combatir la corrupción, a sacar a los niños de las calles hospedándolos decentemente (¿hay otra forma para combatir la delincuencia del futuro?), a apoyar el potencial de producción y de dignidad de campesinos e indígenas miserables? ¿En qué libro sagrado está escrito que esto no sea posible?
La historia latinoamericana de este siglo se inscribe en una búsqueda de eficiencia microeconómica condimentada de cosmopolitismo veleidoso. La consecuencia a fin de siglo es que estamos donde estamos. Y será mi pesimismo de fin de año, pero no alcanzo a ver señas de que las cosas comiencen a cambiar en algún sentido, humana y socialmente, decente. De acuerdo, necesitamos integrarnos más a los grandes flujos de las finanzas, los comercios y las tecnologías mundiales. ¿Pero cómo integrarnos al mundo estando tan desintegrados, como países, dentro de nosotros mismos? ¿Es necesario recurrir a Freud para entender que esto no es posible?