Mario Núñez Mariel
Masacre, soberanía y no intervención
Los principios complementarios de autodeterminación de los pueblos y de no intervención en los asuntos internos de otros países han sido utilizados en la historia contemporánea para fines contradictorios. Durante la lucha contra el imperialismo, el colonialismo y el neocolonialismo, servían a los países pequeños y medianos para contener las injerencias inadmisibles de las grandes potencias. Pero también se valieron y se siguen valiendo de esos mismos principios los regímenes autoritarios para contener las críticas externas frente a sus actos represivos y de supresión de los derechos humanos fundamentales. Ese es el caso de México ahora.
Apelar a la no intervención o injerencia de las diferentes voces y gobiernos que reproducen en el planeta la exigencia de que la masacre de Acteal, Chiapas, sea aclarada, es tanto como pretender la utilización del derecho internacional para esconder, sin conseguirlo, la violación del más elemental de los derechos humanos: el de la vida de los propios connacionales. La invocación de un principio incontrovertible de nuestra política exterior en este caso de genocidio se convierte en boca del canciller Gurría en mecanismo de defensa oligárquica. Aquí el sistema autoritario mexicano muestra su verdadero rostro e incurre en varias contradicciones: al mismo tiempo que acepta y se disciplina a la globalidad del comercio y las finanzas, no por ello asume la globalidad de la democracia y del respeto a los derechos humanos. Simula aceptar la necesidad del cambio democrático, pero propicia la represión de los indígenas de oposición, dando margen al genocidio a fuerza de sabotear todo arreglo negociado. Defiende la autodeterminación de otras naciones y se vanagloria de haber coadyuvado a la pacificación de Nicaragua, El Salvador y Guatemala, para simultáneamente rechazar la autonomía de sus propias comunidades indígenas, sin advertir que la defensa de su autodeterminación frente al exterior sólo es creíble si se funda en la autodeterminación interna de sus instancias ciudadanas y republicanas. Ese es el fondo de toda soberanía emanada del pueblo. Sin vida republicana efectiva la defensa de la soberanía se convierte en aval del atraso político y la represión indiscriminada.
¿Acaso el Presidente de la República y su canciller no entienden que nada lacera más a la soberanía de nuestro país que los conflictos civiles de baja intensidad alimentados por instancias gubernamentales, ya fuese por acción concertada o por omisión? La espiral de la violencia entre connacionales pone la guerra civil a la orden del día -de no contenerse por razones burocráticas, de complicidad o negligencia- quedando en riesgo la integridad territorial. La violencia gubernamental por vía directa o indirecta distorsiona el ejercicio soberano al romperse el orden institucional que rige las relaciones entre gobernantes y gobernados. Siendo inevitable entonces una mayor vulnerabilidad frente al exterior. Lo sabemos de sobra, cuando la paz y seguridad internas se resquebrajan en cualquier país de América Latina, y con mayor razón cuando se trata de México, dada la vecindad geográfica, el imperio estadunidense suele reaccionar en ``autoridad'' preocupada y protectora del orden y la seguridad regional o continental.
Nuestros vecinos aprovecharán en función de sus intereses la incapacidad del gobierno mexicano para regir sus propios asuntos en forma civilizada, cuando demuestra impotencia para preservar la seguridad de su población, cuando demuestra incapacidad para resolver sus conflictos internos, cuando deja pasar el tiempo hasta que la espiral de la violencia se muestra incontenible, imposibilitando aún más un arreglo negociado de los conflictos abiertos. Queda como corolario que la debilidad interna se convierte en debilidad frente al exterior; el ejercicio equívoco de la soberanía, cuando un gobierno de
la República es incapaz de contener la violencia interna, facilita los atentados suplementarios a la soberanía desde el exterior.
Pero es más grave aún; las guerras civiles, de cobrar forma irreversible, aparte de representar tragedias inconmensurables, se encuentran con frecuencia en el fondo de la explicación de la desaparición de los Estados. Ahí sí cabría hablar de desintegración estatal y también territorial, y no cuando las comunidades indígenas reclaman su irrenunciable autonomía. La masacre de Acteal pudiera representar un proceso de descomposición sin retorno de continuar la política de pasividad y negación en la práctica de los acuerdos adquiridos en San Andrés Larráinzar por el gobierno federal.
Por lo pronto, la indignación recorre el mundo por el genocidio de indígenas indefensos, y la sangre vertida en Acteal el 22 de diciembre ya quedó en la memoria colectiva de nuestro país, con la misma marca indeleble de la masacre del 2 de octubre de 1968.