Luis Hernández Navarro
Acteal: las víctimas como responsables
Como sucedió con la masacre de Tlaltelolco en 1968, en la matanza de Acteal han surgido nuevos Lombardos Toledanos que pretenden convertir a las víctimas en responsables. En la disputa por la interpretación del genocidio derraman lágrimas de pricodrilo, señalan con índice de fuego a los zapatistas y llaman a que se les desarme, hacen filosofía barata sobre la condición salvaje del alma indígena y elaboran (quizás como acto reflejo de la crisis en la que se encuentra la familia revolucionaria) una antropología del conflicto barata que pretende explicarlo como resultado de diferencias interfamiliares e intercomunitarios.
La violencia política en Chiapas no comienza con el EZLN. Por el contrario, el levantamiento zapatista es la respuesta de cientos de comunidades indígenas a la violencia institucional previamente existente. La matanza de Acteal no es sino el último eslabón del terror como mecanismo de gobierno, que se inicia en marzo de 1974, cuando tropas del 46 Batallón incendiaron las 29 viviendas de San Francisco, Altamirano, pasa por el asesinato y la incineración de 12 indígenas en Wolonchán, en Sibacá, a manos de elementos de la 31 Zona Militar, y se mantiene ininterrumpida hasta nuestros días. Tan sólo en los tres meses previos al 22 de diciembre en Chenalhó habían sido asesinadas 32 personas, la mayoría de ellas opositoras.
En Chiapas, en contra de los que dice el líder nacional del PRI, Mariano Palacios, delinquen tanto las personas como las instituciones. La violencia ha sido tradicionalmente un instrumento de gobierno, una vía para frenar la demanda agraria y para reducir a indios y campesinos insumisos. Acteal no es la excepción, sino el ejemplo que confirma la regla. En la matanza están involucrados, por acción y por omisión, no sólo individuos aislados, sino el PRI, autoridades municipales, el gobierno estatal y parte del gobierno federal, incluyendo el Ejército Mexicano. ¿Quién si no organizó, financió y entrenó a los paramilitares? ¿Quién les proporcionó la más absoluta impunidad? ¿Quién coordinó la operación militar, quién le dio cobertura, quién pretendió limpiar el escenario del crimen? Los muertos pertenecen a un solo bando: el de los opositores al PRI.
La violencia de la masacre no proviene del hecho de que los paramilitares fueran indios. El salvajismo no nace de la condición humana de los indígenas. Detrás de este juicio se esconde, una vez más, el racismo. Igual de bárbaros fueron los crímenes de la colonia Buenos Aires a manos de la policía de la ciudad de México, el secuestro y tortura de 17 jóvenes y el asesinato de uno de ellos a manos del Ejército en Ocotlán, Jalisco, la matanza de Aguas Blancas en Guerrero, o la matazón de decenas de mujeres trabajadoras de la maquila previamente violadas en Ciudad Juárez, Chihuahua. La bestialidad de estas muertes no proviene del color de piel ni del horizonte cultural de los asesinos sino de una compleja mezcla de impunidad, ausencia de un Estado de derecho, ascenso del narcopoder y políticas contrainsurgentes.
Detrás de Acteal no se encuentran pugnas interfamiliares o intracomunitarias. La masacre no es una pelea entre los Pérez y los Santín. Tampoco una disputa religiosa. En lo barrios y parajes del México rural los apellidos se repiten tanto como los nombres. En Chenalhó hay una larga lucha en contra del cacicazgo priísta que el zapatismo modificó permitiendo construir en el municipio una nueva mayoría, organizada de manera autónoma. Al punto de que en las elecciones de 1995 el PRI no pudo obtener más que el 19 por ciento de los votos. El conflicto que hoy se vive es heredero de esa lucha. Los caciques tienen nombres y apellidos. Pero la lucha en contra del cacicazgo rebasa familias y clanes. También religiones. En un lado y en otro hay católicos y evangélicos además de practicantes de su religión tradicional. El cacicazgo ha tenido y tiene en el PRI y en el gobierno estatal cobertura institucional. Ellos son parte de los grupos paramilitares, junto a jóvenes desempleados y sin tierra que con recursos estatales y federales han sido reclutados a sus filas. Son, además, una nueva pieza en el tablero de la guerra contra los zapatistas: los llamados a contener su expansión, a hacer el trabajo sucio.
Las víctimas de la matanza no son responsables de ella. Los indios rebeldes no son carne de cañón de nadie. Acteal es un crimen de Estado, es un acto de guerra en contra de esos indios, de un régimen que, en su agonía, no perdona la afrenta de quienes lo desafiaron.