Cristina Barros
Somos indios /II y último
Cuenta Alberto Beltrán vívidamente las escenas que vio hace escasos 50 años en los albergues chiapanecos del Instituto Nacional Indigenista. Llegaban hasta ahí los niños indios vestidos con sus trajes regionales. Los rapaban, los obligaban a bañarse y a quitarse su propia ropa, les entregaban una camisa y un pantalón de mezclilla que serían su nuevo atuendo, les ponían un nombre en español y después de esa pérdida brutal de identidad, los integraban a los grupos escolares. Se les prohibía hablar en su lengua.
Los padres de estos niños creían que el sacrificio de la separación beneficiaría a sus hijos. Lejos de eso, cuando aquellos niños convertidos en jóvenes y ya ``occidentalizados'' pretendían incorporarse a los grupos que daban la vuelta en la plaza de las poblaciones principales, eran obligados a retirarse por los ``blancos''. Se convertían entonces en mandaderos, en ayudantes de albañil. Ningún ``progreso'', pero ya tenían el alma rota, la identidad fracturada. No pertenecían más a su gente, pero tampoco los aceptaba el ``otro''; eran nadie. En esta misma época, por denunciar el maltrato y la crueldad de los caciques de su tierra, a Rosario Castellanos su propia familia le prohibió la entrada a Comitán y la amenazó de muerte. Parece que todo sigue igual.
No cabe duda que lo que se pretende en Chiapas y en muchos otros lugares del país en donde hay represión sin límites contra los indios, es sembrar el terror y paralizar a quien intente luchar defendiendo lo que le pertenece. En Chiapas el petróleo, el uranio, las maderas preciosas; entre los coras y rarámuris el bosque; en Veracruz y Oaxaca las tierras más fértiles...
Hasta ahora los sucesivos gobiernos de esta república que se sienten amenazados cuando se habla de autonomías e invocan el concepto de nación como defensa, nada han hecho para apoyar a los más débiles; por el contrario, pareciera que son la punta de una pirámide conformada por cacicazgos desde las bases. Los más pequeños caciques en la región más remota de la patria, parecen alimentar a los que más y más arriba son dueños de capitales surgidos del trabajo mal pagado y del hambre de las mayorías, o a los que en el gobierno toman las decisiones. De qué nación estamos hablando, entonces, si millones no tienen los derechos más elementales y no ven cubiertas sus necesidades básicas.
Para salir adelante no hay más camino que romper con oscuras complicidades, gobernar realmente para todos, revisar en cada uno de nosotros esa necesidad de ser ``alguien'' que nos hace sucumbir fácilmente ante la tentación del poder: desde tener un auto nuevo o hablar inglés, hasta tener un cargo que nos permita separarnos de nuestro origen, aunque sólo sea en apariencia, y cobrarnos así nuestras frustraciones, los desprecios que hayamos sufrido o simplemente poner distancia entre nosotros y los más desposeídos, como si así conjuráramos en nosotros y en nuestras familias la miseria, el hambre, la enfermedad, el dolor de ser humillados y explotados. Mejor ser el verdugo que la víctima.
Pero como maldición, así no llegaremos a ser plenamente, y esta sociedad y nuestros hijos y nietos no encontrarán realmente un equilibrio y la paz si no nos aceptamos como somos y desde ahí construímos una nación que lo sea realmente, en la que quepa el respeto para todos y en la que haya tantos caminos como posibilidades hay de expresión cultural. Sólo así, desde la unión en lo diverso, México podrá presentarse ante el mundo con toda su riqueza, ofreciendo sus diferencias y no una igualdad aparente surgida del homicidio de nuestros hermanos, que es nuestro propio suicidio.