Jordi Soler
Historiade Navidad

Ese día, como era costumbre sacó su atuendo del clóset. Le quitó la bolsa de plástico que le habían puesto en la tintorería y dispuso las prendas encima del sofá. Era un gordo de más de dos metros de estatura, que trabajaba una vez cada diciembre, con resultados económicos suficientes para vivir en la abundancia y sin dar golpes el resto del año.

Desde temprano habían empezado a llegar sus colaboradores, todos tenían la altura de los duendes o de los enanos y juntos parecían un montón de niños, si se descontaban las barbas, los bigotes y las voces gruesas.

Las prendas esparcidas en el sillón eran el principio de la rutina anual, cuyo siguiente paso era plantarse frente al espejo y recortarse los excedentes de la barba. Era su noche de trabajo y quería estar presentable, así que, murmurando un villancico, metió y sacó las tijeras hasta que logró un volumen que hacía más amables sus rasgos. El saldo fue un reguero de mechones blancos, que uno de sus enanos, oportuno y solícito, barría del suelo, completando las estrofas del villancico que su jefe, por concentrarse demasiado en el despunte de un mechón, dejaba en silencio.

Desde el piso de abajo subía el olor del café y el ruido de los enanos que preparaban los costales y sacudían y ponían en orden los instrumentos que utiliza-rían en la noche.

Bajó las escaleras, las hizo crujir de una forma terminal. Al llegar abajo dijo ``buenos días'' con el gesto de hombre bueno que le había dejado la barba recortada. Sirvió una taza de café y salió rumbo al establo, envuelto en una bata que traía sus iniciales. Era una mañana fría, característica del norte y de diciembre. Entró al cobertizo de sus renos. Cuatro ejemplares de estampa perfecta, todos negros con una mancha clara en el testuz que hubieran arrasado en un concurso ganadero, pero él los había criado para un trabajo específico, de máximo rendimiento, y no quería distraerlos con otras actividades. Dos de sus enanos espesaban el forraje que estaba en los pesebres, revolvían con el mango de sus rastrillos el vaho de los animales, que formaba una niebla permanente dentro del cobertizo. Acarició las ancas del reno que tenía más a la mano y luego la cabeza de uno de sus colaboradores, tuvo la impresión de que ese enano no sería enano si él mismo no midiera más de dos metros de estatura.

Cruzó el patio rumbo al garage del trineo donde otro de sus colaboradores aceitaba el sistema de muelles, calibraba las ruedas y pulía los costados para que brillaran. Todo marchaba según el itinerario. Regresó al cuartel, sirvió otra taza de café y comenzó a trazar la ruta que cubrirían durante esa única jornada de trabajo del año.

Cerca de la media noche, cuando todo estaba listo, recogió las prendas del sillón y se vistió. Traje negro que hacía juego con los guantes y las botas, cinturón ancho y un gorro igualmente negro, con el contraste de una borla blanca en el vértice, que hacía juego con la barba.

A las doce en punto abordó el trineo, que ya tenía los renos enganchados y cuatro de sus enanos arriba, listos para la faena. Un latigazo al aire los puso en marcha. El vehículo abandonó el cuartel y se desplazó a toda velocidad por la avenida Vallejo, con la brújula puesta en la colonia Polanco, directo a uno de los objetivos que habían elegido durante el año. Los renos se detuvieron frente a la casa. Desde afuera podía verse, por un espacio descubierto que dejaban las cortinas, una familia que llenaba la mesa del comedor. Bajaron del trineo. Sin perder el tiempo cogió su costal, se colgó su instrumento en bandolera y caminó hacia la casa. Uno de sus enanos ya estaba arrodillado frente a la puerta, metiendo una ganzúa. En cuestión de segundos estaban dentro de la casa, frente a la familia que contemplaba pasmada al Santa Clos negro rodeado por sus colaboradores. ``Perdón por no usar la chimenea'', dijo, y sin más preámbulo metió el cañón de su arma en la boca del que parecía el papá de la familia. Los enanos comenzaron a llenar los costales mientras Santa murmuraba el mismo villancico que le había servido de fondo para rasurarse. La familia estaba hundida en un trance donde se confundían la inmovilidad y el silencio. En cinco minutos vaciaron las partes valiosas de la casa, que incluían los regalos que descansaban a la sombra del árbol de plástico. Santa retiró el cañón y antes de desaparecer dijo con su voz poderosa: ¡Feliz Navidad a todos!

Un latigazo al aire puso al trineo nuevamente en marcha. Santa revisó el itinerario, nada más para comprobar que la siguiente parada era en la colonia Condesa.