Muchos calificamos como genocidio no únicamente la política contrainsurgente que se aplica sobre todo en Chiapas, sino también la anunciada, cobarde y salvaje masacre que se cometió en Chenalhó el pasado lunes. El análisis de los acontecimientos y la investigación exhaustiva e imparcial de los hechos nos darán la razón.
De acuerdo con la Convención para prevenir y sancionar el crimen de genocidio, adoptada por la ONU el 9 de diciembre de 1948, y que entró en vigor el 12 de enero de 1951, genocidio significa cualquiera de los siguientes actos cometidos con el propósito de destruir en todo o en parte a un grupo nacional, étnico, racial o religioso: 1) Asesinar a los miembros de tal grupo; 2) infligirle serios daños físicos o sicológicos a sus miembros; 3) ocasionarle deliberadamente condiciones de vida que de manera calculada traigan consigo su destrucción física parcial o total; 4) imponerle medidas que intenten en su seno evitar sus nacimientos, y 5) transferir en forma forzosa sus niños a otro grupo.
Según este instrumento, ratificado por México el 22 de julio de 1952, para el que el genocidio ``es un crimen condenado por el mundo civilizado y la Ley Internacional'', debe castigarse severamente no únicamente su comisión, sino también la conspiración para cometerlo, la incitación directa y pública de llevarlo a cabo, el intento de cometerlo y la complicidad en su ejecución.
Para él no es indispensable que se cometa en tiempos de guerra, y es igualmente condenable en tiempos de paz. Ahora bien, por informaciones que son del dominio público, sabemos que la salvaje matanza fue preparada por lo menos desde un día antes por once personas de la comunidad de Los Chorros, quienes en la comunidad de Quextic llevaron a cabo una reunión con paramilitares de la comunidad de La Esperanza y Acteal; que estaba expresamente dirigida contra los miembros de la sociedad civil Las Abejas, desplazados a Acteal por otros hechos igualmente persecutorios; que en ella fueron asesinados por la espalda y con armas de alto poder al menos 45 indígenas tzotziles inermes, y heridos 17 más, entre hombres, mujeres y niños; y que en su realización participaron ``bandas armadas que recibieron entrenamiento militar, putas y pornografía con el apoyo del ayuntamiento constitucional de Chenalhó'' (La Jornada, 24-XII, p.4). Hoy sabemos incluso que autoridades estatales y federales, civiles y militares, no tienen limpias las manos. De nada servirá, entonces, argumentar que en su ejecución material estuvieron presentes mexicanos e incluso indígenas de la misma etnia, sobre todo si en su esclarecimiento intervienen además organismos ciudadanos y representantes de organizaciones internacionales.
En un conmovedor mensaje dirigido posteriormente a los agentes de pastoral y al pueblo de Dios que peregrina en la martirizada diócesis de San Cristóbal de las Casas, don Samuel Ruiz, quien junto con su obispo coadjutor Fray Raúl Vera López O.P. había alertado a las autoridades del gobierno de Chiapas sobre la posibilidad de un ataque (La Jornada, 24-XII, p.8), lo calificó también como ``un verdadero crimen contra la humanidad''.
Tiene razón, pues desde los tribunales de Nüremberg se entiende por crímenes contra la humanidad no solamente aquellos que se cometen durante la guerra, sino también los que se llevan a efecto ``en la realización de o en conexión con crímenes contra la paz'' (Enciclopedia Británica, 1991, tomo 5, p.183 1b).
¿Quién, razonablemente, puede dudar de que este crimen contra la humanidad se inscribe en una guerra de contrainsurgencia, y que está directamente ordenado a impedir la paz?