Se ha criticado mucho en estos días, y con razón, al presidente Zedillo y al secretario de Gobernación Chuayffet por la matanza de Acteal, en que murieron 45 tzotziles, la mayoría mujeres y niños. Pero la rama del Estado que manda en Chiapas, Oaxaca y Guerrero no es la de la política, sino la de las armas. Todo en estas entidades está subordinado al aniquilamiento de los grupos armados que aquí operan: el EZLN y el EPR. Y quien lleva la voz de mando es el Ejército.
Las precisas y valientes declaraciones del obispo coadjutor Raúl Vera López así lo demuestran: ``Se trata de una estrategia bien definida... para cambiar la guerra entre los dos ejércitos (Mexicano y Zapapatista) por una de civiles. Por eso hablamos de una estrategia de guerra de baja intensidad'' (La Jornada, 24-12-97), que se decide en los cuarteles aunque tenga el visto bueno en Los Pinos y en Bucareli.
También Hermann Bellinghausen, en su crónica del miércoles pasado, recogió la confirmación de la mano militar en los hechos: ``De muchos otros paramilitares, los sobrevivientes conocen sus nombres. Son `muchachos' que conocen... `que se hicieron malos'... Son de Acteal, de La Esperanza, de Puebla'', y ese día vinieron para matar, los vieron ``matando por todas partes''.
¿Quiénes prepararon a estos muchachos, que ahora están siendo detenidos, para actuar de ese modo irracional? La matanza de Acteal es menos el episodio de una guerra civil y huele más a Sabra y Chatilla, a los Kaibiles de Guatemala, a la Triple A de Argentina, a los escuadrones de la muerte brasileños, a la Tandona salvadoreña, máquinas de matar organizadas por los ejércitos de esos países. Sólo que la irracionalidad del terrorismo de Estado se aplica en México en tiempos en que no hay muro de Berlín ni ``comunistas subversivos'' que sirvan de pretexto; cuando la mayoría de los mexicanos, incluidos los chiapanecos, guerrerenses y oaxaqueños, queremos el cambio por la vía pacífica, y existe un consenso internacional en favor de los derechos humanos.
Se dice que allí están el EZLN y el EPR. Pero el primero representa a una guerrilla que lucha por la paz y el segundo es resultado precisamente de la impunidad, la misma que hay que impedir ahora, como no lo logramos tras la matanza de Aguas Blancas.
Hay dentro del Ejército y de los sótanos del Estado mexicano personajes que enloquecen ante la existencia de grupos guerrilleros. Han demostrado que son capaces de las torturas más inhumanas, de desaparecer a ciudadanos, de lanzar desde helicópteros al mar a campesinos inocentes, de arrojar seres vivos a las profundidades del pozo Meléndez, como lo hicieron en Guerrero en la década de los 70. Hacia esos sectores hay que ir si se quiere de veras castigar a los culpables de la matanza de Acteal, y si se quiere impedir que hechos similares vuelvan a ocurrir.
En medio de la gravedad de los hechos intentemos ver hacia adelante, y ser optimistas. Si el presidente Zedillo se da cuenta de que fracasó la estrategia de guerra sucia en Chiapas, Guerrero y Oaxaca, y se apoya en la sociedad para desmantelar las estructuras que soportan esa guerra, entonces, tomaría decisiones políticas que incluyen el encarcelamiento, el cese o el desplazamiento de los cuadros políticos y militares que representan la aplicación de aquella estrategia criminal que se ha demostrado ineficaz y muy costosa políticamente.
Por la actitud inesperada de la Casa Blanca, por la postura firme de la Unión Europea condenando la matanza de Acteal, que son las reacciones que importan al actual grupo gobernante, Zedillo asumiría que no puede seguir apoyando a los amantes de la violencia que existen en el PRI, los cuerpos policiacos y el Ejército, so pena de pasar a la historia no sólo como un represor, sino como el primer Presidente del periodo posrevolucionario que no termina su periodo constitucional.
Porque la sociedad, los ciudadanos mexicanos y la comunidad internacional no verán satisfechos sus reclamos de justicia con el encarcelamiento de los meros brazos ejecutores de la matanza. Ir entonces hasta el fondo de los hechos implicaría un cambio de rumbo radical de la política en México.
El desmantelamiento de los grupos paramilitares y la desmilitarización de Chiapas, Guerrero y Oaxaca son, pues, un imperativo moral y una obligación política para el presidente Zedillo.
Cualquier estrategia de control de daños que no considere esa salida no llevará a la guerra que quieren algunos generales y algunos poderosos políticos del PRI, sino a la más amplia movilización pacífica de los ciudadanos que, con el apoyo de la comunidad internacional, obligará a la renuncia de Zedillo.