Para el lector harto instruido y para el lector ordinario, y más todavía, para quien sin ser lector asiduo vive, sin más, viviendo, el amor es el trasunto más inclusivo y distintivo de la poesía en cuanto género de la literatura y, sobre todo y a través de las expansiones de los sentimientos, como actividad libre e incesante del espíritu que arracima en haz sutilísimo las condiciones más polares del hombre: los barrenos terrenales y las acucias celestes; el triunfo de los siglos y la miseria de la hora y sus minutos; el clamor estuoso de los sentidos y el silencio rumoroso del sentido y el sinsentido.
Rubén Bonifaz Nuño es poeta de ese amor y ha vivido al amor de esa poesía. Desde su primer libro, La muerte del ángel, en 1945, hasta sus versos más recientes, le midió los pulsos al amor en su propia mano de hombre común aguijado por hambres comunes. Persuadido, una y otra vez, de que el amor no es apenas un flámeo sentimiento, sino la parpadeante certeza de que la comunión amorosa envuelve una purificación de la soledad. La de cada cual, la que llena la boca de cada mujer y de cada hombre.
La boca del poeta Rubén Bonifaz Nuño ha llevado en todos sus días esa opulenta hostia, ese gran trago de sangre y alma propias. Y con ello, también la convicción de que el amor, como ápice superior de la poesía, es asimismo un sentimiento que ocurre en el lecho de un idioma. Para el poeta entraña, pues, un sentimiento lingüístico. Una noción encarnada de que la lengua en que se hace un poeta, constituye su percepción verdadera y siempre verdeante del mundo. Es decir, del amor en el alba de sí mismo.
A despecho, entonces, de lo que llevo dicho, no nos las habemos con un poeta amoroso en la acepción más cursada del concepto. Nuestro autor no pretendió derechamente otro amor que el de una maciza hechura versal. El poema como henchida espuma de las mejores palabras reunidas en su mejor acuerdo para enterarnos y enterizarnos del pasionario humano. Nunca el poema como espumajeo apasionado y sentimentoso.
En rigor de verdad, no muchos, poetas o no, andan bien avisados de que el amor es estación tan favorita cuanto peligrosa por lo que tiene de golosina para quien emborrona poemas y para quien tomado del amor se da a escritura de cruce pero no crucial. Y de todo ese trasiego no suele alcanzarse notable poesía; al contrario, lo corriente es que resulta daño para ella.
Por ventura, ese juego de tentaciones golosineras llega a convertirse, en los papeles de un poeta de mano firme, en un pensativo y cuidadoso sistema métrico sentimental en pos de una cifra formal de la poesía como asedio último de su sustancia emotiva. De ese modo, Bonifaz Nuño se arriesga, airosamente, por las sendas del tono menor, del desmayo amatorio o del devaneo de tabernaria bohemia. Porque su expresión discurre a lomos de una nervuda voluntad compositiva en la que mandan el sentido clásico del verso y el dominio natural de su ritmo y del conjunto de su sonoridad. Y entonces para el poeta todo es pasión en poesía hacedora y no laceria de lacios amores y lloros.
Quienes hoy rinden homenaje a Rubén Bonifaz Nuño nos ofrecen, con diversos escorzos nacidos del tributo literario y la amistad, las inacabables y siempre cumplidas vísperas de un poeta que desde el rigor y la erudición del uncioso humanista y desde la vigilia del ansioso hacedor y existidor, que con su poesía nos ha dicho ``de otro modo lo mismo''. Eso que es precariamente igual y distinto, y que llamamos vida.