Dudas y certezas, riesgos de crisis institucional y entrada en la normalidad democrática, ``relámpagos de agosto'' y republicanismo de septiembre, protagonismo y nueva correlación de fuerzas, juego de ``vencidas'' y autonomía de los poderes... en fin, nuevas formas de hacer y entender la política. Claroscuro de la democracia, todo eso fue el primer periodo de sesiones de la 57 Legislatura.
Y es que para hacer un primer balance legislativo, no se debe olvidar que en los sistemas democráticos el conflicto es consecuencia y reflejo natural de la pluralidad política, social y cultural de sociedades complejas. La democracia supone, hay que asumirlo así, la multiplicación de los centros de poder, el juego de pesos y contrapesos, lo que permite asegurar niveles manejables de gobernabilidad y disenso. A contrapelo, la democracia se construye en los difíciles, y en ocasiones inaccesibles, terrenos del disenso y la ingobernabilidad: la democracia genera consensos donde no los había y hace gobernable lo que no era.
Sobre esas bases, en los trabajos de la 57 Legislatura atestiguamos, y no es poca cosa, la afirmación del Congreso como el espacio de discusión, análisis y debate de los grandes temas de la agenda nacional. Al mismo tiempo, el Congreso recuperó la definición y ejercicio de la política en su acepción más noble: como arte y mecanismo de administrar el conflicto, de superar el disenso y de garantizar mínimos de gobernabilidad.
A los amagos de crisis constitucional y el abismo de parálisis gubernamental, e inestabilidad financiera, amenazas con las que dio inicio la Legislatura, le siguió la cordura; desdramatizar las diferencias y asumir el imperativo de la negociación legítima, transparente, como la única herramienta democrática para manejar el conflicto.
Como pocos periodos legislativos, el actual, además de registrar mayor asistencia de parte de los legisladores durante más de cuarenta sesiones celebradas, despertó gran interés de la sociedad en general. Tanto, que ya se habla de televisar, de forma permanente, las sesiones del Congreso.
Pese a las críticas, la ``productividad'' legislativa quizá no deba estimarse sólo a través de las iniciativas recibidas y aprobadas. Su productividad, acaso, sea estimable en términos de los beneficios a la nación que trajeron consigo la discusión y el debate de las distintas fuerzas políticas representadas en el Congreso.
Con todo, la actual Legislatura, en stricto sensu, no arroja malos resultados; no obstante que este periodo legislativo es intermedio -lo cual supone que al no coincidir con el inicio de un periodo presidencial sea menos intensa su labor- recibió más de 162 iniciativas, de las que más del 70 por ciento han sido ya dictaminadas (entre ellas, la miscelánea fiscal, la Ley de Ingresos y egresos de la Federación, la Ley de la nacionalidad, la reducción de la partida secreta...).
Todo, menos sencilla, ha sido la tarea legislativa. Con el tiempo y la responsabilidad de mantener un mínimo de gobernabilidad a cuestas, fue necesario empezar a superar el reto que presentó la existencia de un gobierno dividido, como el que se ha instalado en el país a partir del 6 de julio, en busca de una plena gobernabilidad. La presencia de un Congreso plural, en donde el partido del Presidente ya no tiene la mayoría, ha planteado varios retos al Legislativo: hacia afuera, señalarle al Ejecutivo (quien ha mostrado amplia voluntad y gran flexibilidad) cuáles son las funciones del Legislativo y asumirlas. Hacia adentro, dejar en claro que la realización de alianzas entre bloques es una condición sine qua non para la toma de decisiones y para evitar desgastes innecesarios. La tarea ha consistido en producir mecanismos, antes inexistentes, para la creación de consensos y la distribución de funciones.
Para los partidos políticos, el arduo y desgastante ejercicio de alcanzar una mayoría de edad por el que han tenido que atravesar en este primer periodo de sesiones, ha implicado aprender a negociar bajo las condiciones más adversas y de frente al mejor adversario.
En el fondo, en cada Ley aprobada, en cada acuerdo logrado, en cada desacuerdo, lo que se ha visto es la necesidad de que el Congreso vaya ocupando un nuevo lugar en el escenario político, en donde pueda operar con plena autonomía del Ejecutivo, en una relación siempre respetuosa y corresponsable.
Tal vez sea precipitado hacer un balance de lo que ha sido la acción del Legislativo en este breve periodo. No lo es, sin embargo, afirmar que el Congreso nunca más volverá a ser el poder subordinado que fue. Hasta el momento, el Congreso ha recuperado lo que era suyo: el espacio donde se construye una nueva institucionalidad democrática.
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