La Jornada Semanal, 21 de diciembre de 1997
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La Jornada Semanal presenció los conciertos de U2 y tuvo la rara oportunidad de reunirse con los músicos irlandeses al término del concierto. Ofrecemos dos crónicas sobre esa noche memorable. |
No estuvimos a la altura de la gente, dice Bono en la reunión posterior al concierto de U2. José ¡lvarez, director de la estación Radioactivo 98.5, ha logrado que una decena de testigos nos acerquemos al cantante que bebe vino blanco y pronuncia la palabra más extraña de la noche: Fracasamos.
Bono parece recién salido de una siesta trágica; sus ojos, de un azul metálico, con las pupilas dilatadas al máximo, miran hacia una improbable lejanía; sus ademanes cortan el aire con la decisión de alguien acostumbrado a conversar desde la tribuna de un estadio: es un honor hablar con ustedes; deténganme si me excedo; después de un concierto puedo hablar durante horas. Pocas cosas son tan inútiles como juzgar la franqueza de un artista pop; Bono suena sincero y eso basta. No hay tiempo para confesiones; durante media hora agregaremos detalles al icono sin desmontar su psicología. A los 36 años, luce avejentado, el rostro curtido por las giras y el permanente jet-lag. Aun en su intimidad conserva la gorra de combate irlandesa y los pantalones de camuflage que usó en el escenario. Alguien le ofrece un asiento y lo rechaza con una sonrisa: tiene los músculos tensos de quien sólo está quieto por excepción; es obvio que necesita de una enorme fuerza de voluntad para reprimir su impulso de saltar sobre una mesa a perorar mientras sus botas de guerra trituran cacahuates. Aunque dejó en el guardarropa su cruz de mesías, tampoco él puede hacerse grandes ilusiones de su discusión con un puñado de artistas mexicanos. El ritmo de la gira es una cambiante forma de cautiverio: una instantánea de realidad califica como turismo y el color local ocurre en hoteles de cinco estrellas. Bono sabe que viaja como un lujoso monje de clausura: los grupos de rock somos muy dados a juzgar toda una cultura por la calidad del room service. No es difícil perder la orientación en ese carrusel de limusinas y jets privados. Cuando U2 tocó en Barcelona en 1997, quiso rendir homenaje a la herencia musical española y no se le ocurrió mejor cosa que interpretar...¡La Macarena ! El cuarteto fue abucheado en tres idiomas. José ¡lvarez estuvo con Bono en esa ocasión, le dijo que no le podía pasar lo mismo en México y lo convenció de reunirse con un grupo de artistas para que tuviera más información de la que proporciona el room service. Después de una guerrilla de faxes en la que se negociaron apellidos, cámaras, grabadoras y gafetes, la preposada con U2 se redujo a un rápido encuentro al acabar el concierto. El grupo estaba sumamente interesado en conocer la república en media hora. Chiapas y Sarajevo, la tecnología y la propaganda, el carisma y el sucidio rocanrolero eran algunos temas de su agenda con nosotros. Sin embargo, nada le preocupaba tanto como su fracaso. ¿Qué extravagante sueño había tenido? El saldo del concierto no podía ser más exitoso. En un país que no se distingue por sus planes a largo plazo, los boletos para el 2 de diciembre se agotaron en tres horas del 25 de junio, y fueron atesorados en la última pantufla del armario, el acetato de Camel que ya nadie escucha, la sección del botiquín reservada a los ansiolíticos y otras variantes domésticas de la caja fuerte. La espera se transformó en una forma de la pasión. Ticket Master, el Amo del Boleto, podía estar orgulloso de su rebaño: las entradas al Foro Sol se cargaron de un sentido trascendente; al término del concierto, serían reliquias.
El 2 de diciembre la masa echaba vaho, no tanto por el frío sino porque estaba a punto de estallar. Cuando las luces se apagaron, el alarido llegó a la torre de control del aeropuerto Benito Juárez, un par de aviones vacilaron en el cielo y U2 tomó la noche. Millares de feligreses alzaron las manos como anémonas en éxtasis, improvisaron galaxias rápidas con sus encendedores, cantaron una canción tras otra en la lingua franca del fin de milenio, el inglés fonético que se memoriza a golpes de rock y video. En su rápido safari, Bono logró que los tigres comieran de su mano; sin embargo, había tenido un mal sueño: Estuvimos por abajo del público, pero mañana van a ver a estos cuatro enanos irlandeses convertidos en gigantes.
Para nosotros, todo había empezado como la noche de los gafetes. El intrincado código de castigos y recompensas de los mass-media se manifiesta en los rectángulos que los invitados y los periodistas llevan al cuello. Y no era mucho lo que podíamos lograr con nuestros colores. Vimos el concierto en asientos ideales para celebrar la invención del telescopio y recordar que U2 compuso el tema de Hasta el fin del mundo. Por si ignorábamos lo que significaba estar en esas gradas, los espectadores de abajo nos refrescaron la identidad: ¡Jodidos, jodidos! Ellos iban a estar de pie, un poco más cerca que nosotros, pero sin perspectiva alguna. Respondimos con revanchismo óptico: ¡No van a ver ni madres!
Por algún capricho de la industria del disco, los managers con éxito latino hablan en un español cultivado en Miami Beach. Una de esas voces nos había dicho: la banda escogió sus asientos. A juzgar por la Siberia que nos tocó en el Foro Sol, U2 prefería tenernos lejos.
Los conciertos masivos de rock son ciudades con un barrio de lujo y demasiados arrabales. De acuerdo con el sinsentido de la economía global, en los países pobres la exclusividad sale más cara; los asientos para el Círculo de Oro cuestan 60 dólares en Estados Unidos y casi 200 en el México de castas. En esa poza de privilegio, Bono tiene aretes, Mullen está tatuado, The Edge es capaz de gesticular, los dedos de Clayton son los dedos que tocaron a Naomi Campbell, y el resto del público es el coro que brinda grandeza al espectáculo. En cambio, en nuestro suburbio de cemento lo más visible eran las luces del escenario. U2 anunció su gira Pop Mart con virtudes de circo y ferretería: Setenta trailers, 10 mil toneladas de equipo, la televisión más grande del universo y un limón de 20 metros desplazándose en el escenario. Para la mayoría del público, el hecho decisivo del concierto es la pantalla donde explotan luces y videos. Quisimos democratizar el espectáculo ñdiría Bono horas despuésñ, es importante que la gente de las últimas filas también vea algo. El problema es que los últimos de la tribu sólo ven la tele: una animación del avión caza de Roy Lichtenstein, la galería de muertos famosos de Andy Warhol, un diagrama de la evolución de las especies (del antropoide al homo sapiens que empuja un carrito de super). En la primera toma, los miembros del conjunto que avanzan rumbo al proscenio, flanqueados por guardaespaldas de smoking, a la manera de los astros del boxeo en el Madison Square Garden; en la última, se congela el rostro de Marilyn Monroe. Cada diez minutos, todo estalla en fogonazos. El momento de recordar las últimas líneas de Staring at the Sun: qué felicidad quedarnos ciegos.
Los mejores lapsos del concierto fueron provocados por la pasión del público y la ocasional renuncia de U2 a la tecnología: The Edge cantando Sunday bloody Sunday con las luces apagadas, Bono en una versión casi íntima de With or with out you. El rock puro que los Rolling Stones conservarán aunque vivan mil años, la energía sin parafernalias que hizo que Bruce Springsteen llenara estadios y que Nirvana fuera congruente hasta el suicidio, también pertence al arsenal de U2; el grupo tiene sangre caliente en las venas pero con demasiada frecuencia se somete a diálisis: la maquinaria engulle su organismo.
Eso sí, ni siquiera Bono en su papel de mártir irlandés puede negar que el público encontró lo que buscaba: un devastador triunfo de la épica. Las luces y la música se desbordaron como las aguas del Jordán sobre una multitud dichosa.
Al término del concierto, fuimos a la carpa VIP y nuestros gafetes volvieron a tener el color equivocado. Tardamos en entrar al Campamento de los Especiales, sólo para descubrir que era tan común como un bar de Polanco y que nuestras contraseñas eran perfectas para que nos sirvieran un tequila Marca Libre y nos mandaran de regreso a las calles donde los autos habían sido abandonados a la lucha de clases. Cuando la noche empezaba a calificar como oportunidad perdida, José ¡lvarez llegó al rescate y nos condujo por callejones de tierra hasta una zona de trailers y grúas, la locación perfecta para un asesinato filmado por Scorsese. Luego entramos a un edificio suficientemente mal construido para sugerir oficinas del deporte amateur. En una esquina había una mesa con vinos y sillones negros que parecían haber llegado cinco minutos antes que nosotros. La decoración auspiciaba alguna transacción clandestina. Fue ahí donde Bono apareció para intercambiar informaciones. Sonreía mucho pero representaba a Ricardo III en el invierno de su descontento: Fracasamos; en cambio, ustedes fueron magníficos. Él había diluido millares de almas en plancton agradecido mientras nosotros nos congelábamos sin poder verlo, y sin embargo, el máximo histrión del rock se sentía vencido. Le habíamos ganado. México 1-Irlanda 0. ¿Cómo calculaba su derrota? Con el sistema de medida que usa desde hace veinte años. Sólo Bono sabe cuándo alcanza la escala Bono: Me sentí como un burócrata de Kafka, abrumado por la maquinaria; el chiste es dominar el mecanismo, ser el fantasma en la máquina; cuando logramos sobreponernos al impacto de las luces y la pantalla, el resultado es extraordinario. Les prometo que mañana será distinto.
No es raro que Pink Floyd privilegie la ingeniería escénica; a fin de cuentas se trata de música para bailar con la mente y sus integrantes tienen carisma de honestos contadores públicos. Bono es capaz de alternar el dramatismo de Jim Morrison con el sentido de farsa de Mick Jagger; su afán de apoyarse en los inventos de la juguetería electrónica resulta innecesario.
U2 apareció en 1977 como un incendio en los estrados y su cantante se convirtió en magnavoz de una generación y coleccionista de causas justas. Libertario, católico, protector de las selvas amazónicas, enemigo del apartheid, del sionismo duro y del fundamentalismo islámico, el hombre que nació como Paul Hewson discute con Wim Wenders acerca de la invasión subliminal de la televisión, con William Gibson de un posible carril gratuito y creativo en la autopista de la información, con Salman Rushdie de las dicotomías Beatles-Rolling Stones o Tolstoi-Dostoyevsky. El cantante de U2 es la Conciencia Alerta que atiende el hot-line de la aldea global. Excursionista a los grandes momentos de la Historia, fue a Berlín al día siguiente de la caída del muro y durmió en la cama que Honecker reservaba para Brezhnev... viajó por la Nicaragua sandinista... hace un mes estuvo en Bosnia. En pocas palabras, Bono sólo se calla cuando hay toque de queda.
La paradoja es que su nutrida agenda política se ha vuelto un espléndido negocio. ¿Tiene sentido vender disidencia como pizzas a domicilio? A principios de 1997, Bono recorría las calles de Dublín a bordo de su Mercedes 500 con asientos forrados de cuero (de vaca loca, suele decir para restarle importancia a su condición de magnate) y repasaba su legado: The Joshua Tree, The Unforgetable Fire, War, Achtung Baby contenían música espléndida y las giras habían alcanzado una teatralidad difícil de superar, pero él era el solemne cruzado de las mil causas; no podía darse por satisfecho con ventas o índices de popularidad. Como Morrison, quería el mundo... ¡y lo quería ahora! Bono detuvo su Mercedes y se preguntó como otro célebre rebelde en apuros: ¿Qué hacer?. Durante meses, ensayó respuestas ante sus dos testigos predilectos, los periodistas y la cerveza Guiness. En 1997, a veinte años de su debut, la arriesgada solución fue el disco Pop y la gira Pop Mart... ¡el marketing como obra de arte! El cuarteto que siempre padeció de una excesiva gravedad ahora roza el cinismo: ya que no puede superar las contradicciones del mercado, ha decidido servirse de ellas. Su música ganó ironía pero perdió claridad de miras. ¿Es posible que Bono luzca ligero? ¿Hay algo más contradictorio que un mesías relajado? Pop es el sauna musical del impaciente que una vez cantó Corriendo para estar quieto; ofrece vapores interesantes y ritmos de discoteca (sin llegar a la reinvención del género que Bowie logró en Letís dance). Los cuatro de U2 están tan equipados para la épica que no convencen como bailarines ni disfrazados de Village People; les falta todo lo que les sobra a las Spice Girls. Pese a la evidencia, los personajes que en la película Rattle & Hum parecían profetas en servicio 24 horas diarias, ahora buscan fórmulas contradictorias, un toque de frescura prefabricada, otro de inocencia perversa, otro más de... Spice Girls.
U2 lanzó su disco Pop en K-Mart, el Vaticano de los almacenes chatarra, e inició su gira en el paraíso de terciopelo y neón de Las Vegas; al final de una de las canciones, Bono agradece en tono de cajero: Gracias por pagar para vernos; la camiseta oficial de la gira muestra un planeta con un carrito de supermercado en el centro... todo se resume en una frase: los radicales van de shopping. El problema está en saber si siguen siendo radicales. En el encuentro que sostuvimos de madrugada, Bono defendió los talismanes del consumo y el deliberado mal gusto de su atuendo y de la escenografía: Las cosas que son bellas en sí mismas no tienen interés artístico. Todo mundo puede disfrutarlas tal y como están. El papel del artista es investigar la belleza en territorios raros. Estuve en una plaza de la ciudad de México que no me gustó gran cosa, pero en la noche se empezaron a encender luces de neón y encontré una sorpresiva forma de belleza. Es lo que debemos indagar como artistas. La elocuencia de Bono sirve para defender todos los rangos del feísmo o lo que Kundera llama belleza por error: los virtuosos del hedonismo ven una caja de cereal como si fuera un Kandinsky. De acuerdo, la botella de Coca-Cola es una escultura accidental y su gaseoso mensaje es inseparable de la historia del siglo, pero su triunfo mercantil es tan vasto que no puede comparecer en una obra de arte sin que eso sea una forma de publicidad. ¡Llamen a Umberto Eco: el problema no es de gusto sino de simbología! ¿Vale la pena asediar al rock con disquisiciones? Es lo que pide U2; el grupo que compuso Sunday bloody Sunday sobre la masacre de 13 civiles en Irlanda, sólo se interesa en el rock que levanta opiniones.
A las dos de la mañana, Bono bebe el vino blanco del aftershow y reflexiona sobre los signos que decoran el escenario: McDonaldís no inventó la curva parabólica. Es una forma hermosa que ellos se robaron. Nosotros se las robamos de regreso. Pensamos que McDonaldís nos iba a demandar, pero no fue así, añade con cierta decepción.
Aunque U2 quiere usar la propaganda en forma neutra ñni una crítica ni una glorificación del consumoñ, lo más original de su espectáculo es que invierte las reglas de la mercadotecnia: la música patrocina a los anunciantes. El consorcio que ha vendido suficientes hamburguesas para unir la Tierra con Urano, podría llegar a Neptuno con el empujón de U2.
Y a todo esto, ¿de qué sirve el limón de 20 metros que a medio concierto se transforma en una nave de La guerra de las galaxias y recorre con pasmosa lentitud los asientos del Círculo de Oro? Ser grande es hermoso, nos dijo Bono. Además, hay que ver la tecnología con humor. En Sarajevo se doblaban de risa con el limón. Quizá se necesita estar en guerra para divertirse con un cítrico ambulante.
Bono ha dicho una frase reveladora sobre la cultura de masas en el nostálgico fin de milenio: En 1997 al público le gustan canciones no porque sean buenas, sino porque le recuerdan otras que sí lo son. El axioma también se aplica a U2. ¿Qué nos recuerdan sus canciones? Que hubo un grupo llamado U2. Todo en el conjunto apunta al fin de una época. Bill Flanagan, ex director de la revista Musician, encontró un título apropiado para su reportaje sobre las giras del cuarteto: En el fin del mundo. La frase alude a la película de Wenders y a las emociones que Bono tuvo al tocar en Japón, pero también al viaje terminal del grupo que hace poco grabó Última noche en la Tierra. Para U2 todo lo que vale la pena está a punto de acabarse y la música debe transmutarse siempre en algo más: el 3 de diciembre el concierto se transmitió en vivo y el prodigioso montaje de imágenes reveló que la epopeya de la ciudad de México era tan sólo el guión de un programa que orbitaría la mediósfera. Lo que vimos el día 2 fue el ensayo general.
En su renovado papel de Macphisto, Bono le vende el alma al diablo y se la revende a McDonaldís. Pop Mart es el fascinante apocalipsis con figuras donde se ensaya una destrucción tras otra, donde lo real ocurre por televisión y donde los máximos sacerdotes del alto volumen anuncian que lo importante ya pasó, a imagen y semejanza de las modas y sus marcas, y que noy hay drama mayor que la banalidad de la supervivencia: Podéis ir en paz: el mundo ha terminado.