La Jornada Semanal, 21 de diciembre de 1997
La historia comenzó en Dublín, no la de U2, imposible arrancar estas líneas con semejante obviedad, sino la de los enviados de La Jornada Semanal que pretendían adelantarse a la experiencia de ver a la banda; una suerte de avanzada periodística, una saga musical desde Dublín, hace unos meses, hasta el Foro Sol, en Iztacalco, hace unos días.
La incursión irlandesa estaba lista: avión, hotel, concierto, Meet & Greet (ese acto modesto por parte de los invitados, e inmodesto por parte de los músicos, que consiste en saludarse dentro de un ambiente de insatisfacción mutua y colectiva, que en vez de Meet & Greet, Encontrarse & Presentarse, debiera llamarse Meat & Greed, Carne & Avaricia), y, de paso, una serie de lecturas y entrevistas organizadas por la embajada de México para darle relevancia a las fiestas de San Patricio. Unos días antes, que rigurosamente eran horas, uno de los eslabones de la cadena de patrocinadores, el más costoso de todos que era el avión, se echó para atrás y nos dejó con maletas hechas, conferencias confeccionadas y traducidas al irlandés y gorro verde de San Patricio calado hasta las cejas. La frustración fue mayúscula, pero alguno de nuestros patrocinadores, para mitigar aquella puñalada anímica de talla internacional, ofreció intentar otro viaje, quince días más tarde y muchos kilómetros más adentro, para encontrarnos con U2 en Sarajevo. Éste, que tampoco pudo cuadrarse, sí funcionó como puntada de cáñamo en la raja irlandesa del ánimo: dos viajes frustrados en un periodo de quince días parecen más un chiste que una puñalada anímica.
Luego vinieron otras dos intentonas también frustradas, una a Tel Aviv, y otra más lánguida en alguna ciudad de Canadá. Los dos enviados de La Jornada Semanal se quedaron sin avanzada periodística y con los sellos de entrada de Dublín, Sarajevo, Tel-Aviv y algo de Canadá en las hojas de su pasaporte imaginario.
Por otra parte, José Alvarez, director de Radioactivo, nuestro patrocinador más necio y más generoso, el que había intentado el segundo strike a Sarajevo, habló con Bono en Barcelona, y entre copa y copa le sacó una cita para que llegando a México se juntara con escritores, actores, músicos y demás fauna. Para esas alturas, la convivencia con Bono ya sumaba las voluntades, atizadas por esa malograda vuelta al mundo, del suplemento y de la estación de radio, con tal fuerza que en una comida con los patrones de la compañía disquera se logró dejar a punto una reunión con Bono, en el estudio del pintor Clausell, con tequila y música del Camarón de la Isla, un día antes de su primer concierto en la ciudad de México.
La rajada irlandesa del ánimo prácticamente desapareció, pero en su lugar apareció la sombra que nos perseguía desde el Dublín imaginario, materializada en un fax proveniente de Miami, donde se nos anunciaba que U2 no podía asistir a ese lugar bizarro, pero que, en su lugar, Bono personalmente nos regalaba boletos de primera fila, de la Sección Oro (esa que cuesta como el enganche de un auto compacto) y posteriormente nos convidaba a una conversación en el territorio de su camerino. La sombra del Dublín imaginario se espesó con la sospecha de que nuestra convivencia terminaría siendo un vulgar Carne & Avaricia.
El día del concierto empezó con la llegada de un sonriente mensajero que traía boletos y gafetes. Otra sorpresa y otra sombra más espesa: los boletos no eran de la Sección Oro, ni de la siguiente; estábamos ubicados en gayola, en la primera fila del graderío. El paquete traía una nota que decía aproximadamente: no se saquen de onda, los invitados de la banda van siempre a esa fila porque tiene la mejor visibilidad.
A bordo del automóvil, rumbo al concierto, mi colega de viaje imaginario y yo, tratando de colar una reflexión a través del perfume grueso que decoraba la esquina de Río Churubusco y Añil, concluimos que, observando la tendencia de nuestra cruzada, que venía en caída libre de Dublín a Iztacalco, lo natural era que el concierto y el encuentro también se frustraran. Para evitar otra puñalada en el ánimo, fincamos nuestras esperanzas en un proyecto más controlable, posterior al concierto o al fracaso: unos tacos de costilla en el Charco de las Ranas o, dependiendo de la hora, una sopa de tortilla en La Lechuza Flatulenta.
Desde el estacionamiento, el Foro Sol se reveló como un sitio inhóspito. Por cerca que quede el automóvil, el tiempo de desplazamiento hacia las butacas no baja de 45 minutos a campo traviesa en la oscuridad; la sensación es que uno va caminando hacia la granja Woodstock, y en vez de con trampas para oso, los pies se atoran con el cascajo de un muro que no se sabe si van a levantar o si lo acaban de tirar. Si se opta por el metro, el taxi, la pesera o la bicicleta china, el problema es exactamente el mismo. Como si alguien pudiera encontrar alguno de los puntos cardinales dentro de esa polvareda, los organizadores se dan el lujo de poner el número de puerta que corresponde a cada boleto, de manera que es probable que, después de sobrevivir la experiencia a campo traviesa, el asistente al concierto tenga que darle toda la vuelta al estadio en busca de su número de puerta.
Llegamos a nuestros asientos, con una escala, del tamaño de la actuación de Control Machete, en el puesto de cerveza. Nuestros boletos no sólo eran verdes y de gayola: también estaban esquinados, el lugar ideal para tirar un corner y meter gol de chanfle en la batería. Lo mismo daba: nuestro objetivo, a esas alturas de la grada, seguían siendo los tacos o la sopa.
El inicio del concierto reveló otra peculiaridad del Foro Sol: exceptuando las primeras filas de la Sección de Oro, nadie que esté ubicado en la cancha, que mida menos de uno noventa y cinco de estatura y que no traiga bota vaquera de tacón alto, puede ver la actuación de la banda. Y aquí hay que sumar otra peculiaridad: esos que no veían nada, habían pagado una de las localidades más caras del mundo. El público rockero de la ciudad de México se distingue por su entrega incondicional a la estrella en turno; por su costumbre de gritar Mé-xi-co, Mé-xi-co cuando siente que la banda trae la sucia pretensión de resquebrajar su mexicanidad profunda, y por que soporta todo género de abusos sin quejarse, es capaz de ver a Peter Gabriel y a David Bowie sin show y de pagar el precio que le hubiera costado verlos con show, y en el muy particular caso de U2, es capaz de pagar por ver absolutamente nada, y al final todavía agradece el privilegio de haber asistido. Cualquier empresario del mundo quisiera este público, que por lo pronto es patrimonio de Ocesa.
Después de todo, nuestros lugares en la zona de corner eran mejores que los de la generalidad que ocupaba la cancha, aunque cada quien tuvo que admitir, individualmente y después en colectivo, que esos lugares no podían ser los que ocupaban los invitados de la banda. Alguien resolvió el enigma: no eramos invitados de U2 sino de Control Machete.
U2 salió a tocar con un despliegue de tecnología que partió todo a la mitad: la visibilidad (de los que veían algo) dividida entre los músicos y la pantalla; las canciones repartiéndose el pastel escénico con el ruido visual de tantas imágenes; y por último, las opiniones, partidas a la mitad entre satisfechos e insatisfechos. El Pop Mart tiene una contradicción insalvable: U2, banda de dimensiones humanas, con letras que hablan de política, de conflictos sociales y del amor a la luz del siguiente milenio, se presenta con un show que no respeta las dimensiones humanas; el contraste entre las ideas serias, clavadas y hasta solemnes de sus canciones, y la frivolidad de las imágenes gigantescas que ocupan la pantalla, sumadas al platillo volador que aterriza como limón que se transforma en discotech, es muy difícil de digerir, cuando menos en una sola pieza. Y en un nivel más básico, la relación entre el hombrecito que canta y su rostro enorme llenando la pantalla produce una imagen ilegible para un ojo humano estándar. Quizás un gato o un búho hubieran festejado el efecto. U2 envuelto en el supermercado de la fruslería pop, idea tan desproporcionada como un concierto de los Bukis en la catedral de Notre Dame.
Los mejores momentos caen solos, como por arte de magia, cuando se apaga la pantalla y queda la banda tocando como la conocíamos; hasta entonces se percibe que, efectivamente, se trata de la banda más importante de los últimos tiempos. Es interesante que U2, críticos permanentes del control que ejercen los medios de comunicación, aparezcan ahora barridos del escenario por el peor de todos, que es la televisión.
El concierto terminó y el contingente de invitados de Control Machete fue conducido a una carpa-bar, a brindar con algo engañoso que nos hiciera creer, durante unos instantes de júbilo borracho, que era U2 el que nos estaba invitando. Saludos, sonrisas y fotografías mientras llegaba la persona encargada de conducirnos a la zona de camerinos.
Caminamos por detrás del escenario y luego por un estacionamiento de camiones, que al asociarlo con la duración de la caminata y la borrachera jubilosa que se llevaba a pedazos el viento, nos dejó la impresión de que estábamos llegando a la estación de Tapo. Entramos al salón siguiendo al capitán ¡lvarez, que iba empeñado en que ese viaje imaginario por medio mundo llegara por fin a puerto. Entre bebida y bebida apareció Bono. Conversó con sus invitados, respondió a sus cuestionamientos, aceptó sus reclamos y felicitaciones. Viéndolo ahí, sin su parafernalia pop, con su gorra irlandesa de combate, asumí que no deja de ser acojonante estar frente al hombre que ha musicalizado buena parte de tu vida, y esa reflexión dimensionó el asunto de la pantalla pop, que fue una mala tarde en medio de tardes mejores, y que bien podemos archivarla, junto a nuestra vuelta al mundo imaginaria, en el espacio que ocupan estas líneas.