La Jornada Semanal, 21 de diciembre de 1997
Caso insólito de la literatura mexicana, Alma Guillermoprieto escribe en inglés y colabora en las principales publicaciones de Estados Unidos. En Colombia, Editorial Norma reunió sus crónicas bajo el título de Al pie de un volcán te escribo. En La Jornada Semanal Guillermoprieto ha publicado un reportaje sobre la brujería en Brasil y una semblanza de Eva Perón. Ahora se ocupa de otra figura canónica de 1997, el Che Guevara, y los libros que se publicaron en los treinta años de su muerte.
Tantas vidas calcinadas: las fallidas guerrillas que perecieron por hambre en el norte de Argentina; los jóvenes ahogados en tinas de excrementos en Brasil; los destripados mártires de Guatemala; la estudiante argentina de sociología cuyas manos amputadas fueron entregadas a su madre en un frasco: los hijos del Che. Los lemas que definieron aquellos tiempos de furia y esperanza ñ¡Dos, tres, cien Vietnams! y La primera tarea de un revolucionario es hacer la revoluciónñ eran lemas del Che. Hoy suenan huecos y bobos, pero como el que los decía era Ernesto, el Che Guevara, el héroe guerrillero, fueron escuchados y seguidos en todo el mundo. El radio de su influencia comprende casi toda la segunda mitad del siglo XX.
Fue el primer latinoamericano del siglo: un hecho asombroso, dado que cientos de millones de personas en el hemisferio están unidos por el mismo idioma, la misma cultura ibérica, la misma religión, el mismo deforme y monstruoso sistema de clases, las mismas tradiciones de violencia y rencor. A pesar de estos vínculos esenciales, los veintiún países de América Latina vivían en un aislamiento decidido y una común desconfianza hasta que el Che llegó y, mediante sus actos, se proclamó ciudadano de todos ellos. Era un artista de la mofa, colmaba de burlas al mojigato, al burócrata oficioso, al conformista sin imaginación que murmuraba con vehemencia que el modo en que eran las cosas era el mejor posible. Era un estandarte viviente, decidido a renunciar a todas las tentaciones del poder y a cambiar el mundo mediante el ejemplo. Y era un fanático, consumido por la inquietud y por un odio temiblemente abstracto que al final sólo reconocía como supremo valor moral la disposición a ser asesinado por una causa.
Otro hecho asombroso es que tantos miembros de mi generación, que estaban alcanzando la mayoría de edad en la época de su muerte, querían ser como él y obedecerlo, aunque sobre él sabíamos muy poco. Sólo después de que fue acorralado por las fuerzas armadas bolivianas, el 8 de octubre de 1967, y de que la inolvidable fotografía de su cadáver (torso enflaquecido, cabellos enmarañados y ojos líquidos y vacíos) fue publicada en las primeras planas de los periódicos de todo el mundo, el Che se volvió familiar para la gente joven. Fue en su muerte que se volvió conocido. Este año aparecieron tres biografías. Dos de ellas ñChe Guevara: A Revolutionary Life, de Jon Lee Anderson, y La vida en rojo, de Jorge Castañedañ abren nuevos horizontes: se dan a la difícil tarea de demoler la leyenda del Che, creada y alimentada durante décadas por el régimen cubano que ayudó a fundar. La tercera, Guevara, también conocido como el Che, de Paco Ignacio Taibo II, cincela de manera muy apegada al mito oficial. Taibo, que fuera de México es mejor conocido como autor de un buen número de imaginativas novelas policiacas, es un escritor vívido y cautivante, pero su hagiografía está destinada sólo a los convencidos.
El libro de Anderson es una colada épica entre los guardias de la leyenda del Che. Anderson, un periodista que se ha dedicado a escribir sobre guerras y guerrillas, vivió en Cuba durante tres años para poder realizar este proyecto, y convenció a Aleida March, la segunda esposa del Che, de que le dejara leer los diarios privados de éste. También parece haber hablado con todos los que aún vivían y habían conocido a Guevara, y una de las cosas que esa obstinada manera de reportear le han permitido es hablarnos, con maravilloso detalle, del héroe como hombre joven.
Ernesto Guevara de la Serna nació en Argentina en 1928. Celia, su madre, era una mujer nerviosa y amable, con curiosidad intelectual, y su padre un mujeriego que despilfarró la fortuna de su esposa y nunca logró echar a andar ninguno de sus planes de negocios. La pareja peleaba constantemente y el padre a veces dormía en el sofá de la sala y a veces en otra casa. A los dos años, Ernestito, el primero y el más consentido de los hijos de los Guevara (tuvieron cinco), contrajo asma, y durante largos periodos de su infancia tuvo que guardar cama. Espoleado por su madre, se convirtió en un lector precoz y metódico y en un paciente estoico. Como en el caso de Theodore Roosevelt, los padecimientos físicos y la resistencia a ellos se convirtieron en un hábito, y al parecer Ernesto jamás sucumbió a la tentación del inválido de volverse quejoso y autoindulgente.
A causa de esa desventaja ñpor lo menos en parteñ, en la adolescencia Ernesto se convirtió en un macho de pelo en pecho, que seducía a las sirvientas de la familia (una vez literalmente a espaldas de su puritana tía favorita, sentada con aire estricto a la mesa del comedor), y que a los quince rehusó ir a una manifestación de protesta porque no tenía un revólver. El no bañarse era una cuestión de orgullo. (Sus condiscípulos de clase media alta recuerdan su apodo, Chancho, no tanto porque fuese un mote feo, sino porque él se enorgullecía de llevarlo.)
Antes de que su machismo lo destruyera, le sirvió bien. Templó su voluntad y lo convirtió en un atleta ñuno que, a pesar del asma incapacitante, gustaba de aventajar en carreras, caminatas y rudezas a sus pares menos exigentes. (El machismo también le dio un estilo: a mitad de sus proezas físicas, se detenía y aspiraba de su inhalador durante unos segundos, o se ponía una inyección de adrenalina a través de las ropas, y luego volvía al campo de juego.)
A los veintidós años, cuando estudiaba medicina en Buenos Aires, descubrió que la vida de vagabundo le sentaba bien. Interrumpiendo sus estudios, abandonó la casa paterna y anduvo solo, en motocicleta, por el norte de Argentina. El siguiente año, él y su mejor amigo se embarcaron en una aventura de ocho meses, viajando de aventón, que los llevó nuevamente al norte de Argentina, de allí a Chile, Perú, Colombia, Venezuela y, finalmente, a los Estados Unidos. Ya era un diarista disciplinado, y unos cuantos años después, cuando ya no firmaba Chancho sino Che, tomó las notas de ese viaje y las transformó en un libro, Los diarios de la motocicleta, que fue traducido al inglés en 1995, con un efímero éxito de ventas.
El diarista es un joven e idealista estudiante de medicina que ha elegido su profesión como forma de hacer el bien en el mundo, pero que por lo demás no piensa mucho en política. Las condiciones de vida de la gente entre la que viaja lo lastiman, pero es igualmente susceptible ante las maravillas de Machu Picchu. Se revela como un hombre brioso ñse lanza a un lago helado para recuperar un pato muertoñ, interminablemente curioso, divertido y muy agradable. Alérgico al frío como soy, nadar [...] me hizo sufrir como un beduino. De todos modos, este pato asado, sazonado por nuestra hambre, como es costumbre, es un plato delicioso.
Según su propio relato, este joven alegre y entusiasta quedó enterrado para siempre al final de la expedición. La última parte de Los diarios de la motocicleta es misteriosa. Con una voz totalmente distinta, como de sonámbulo, narra su encuentro con un misterioso profeta, quien le dice que la revolución llegará a América Latina y que destruirá a quienes no puedan unirse a ella. Después de contar esta conversación, Guevara escribe:
Yo sabía que cuando el gran espíritu conductor dividiera a la humanidad en dos mitades antagónicas, yo estaría con el pueblo [...]. Aullando como un poseído, atacaré las barricadas y las trincheras, mancharé mi arma de sangre y, consumido por la ira, mataré a cuanto enemigo le ponga las manos encima.
Probablemente nunca sabremos cuándo fue que Guevara anexó esta última entrada en el encantador texto original, o qué circunstancias lo provocaron. Sabemos que su descubrimiento de la fe revolucionaria lo transformó, en tanto que escritor, en un irremediable regañón. Y sabemos algo aún más notable: que las palabras que escribió no asentaban simplemente la pose de un joven, pues desde la fecha de su última salida de Argentina ñel año siguiente, 1953ñ, hasta el momento de su muerte, 1967, el asmático, irreverente y vagabundo diarista procuró convertirse en el vengador con voluntad de hierro de su profecía. Otro joven idealista y emprendedor, enfrentado con la pobreza, el racismo y la justicia que Guevara ve y registra en Los diarios de la motocicleta, podría haber fortalecido su compromiso con la medicina, o ideado maneras de brindar a los pobres de Latinoamérica el arma de la alfabetización. En vez de ello, por razones sobre las que incluso el biógrafo más ambicioso sólo puede especular ñrabia contra su padre, amor a la humanidadñ, Guevara decidió empeñar su vida creando al Che, el ángel acerbo.
Guevara siguió siendo un peregrino tres años más, en espera de que una causa lo encontrara. Durante ese tiempo, nuevamente flotó hacia el norte, leyó a Marx y a Lenin, y decidió que era marxista. En Bolivia, en 1953, fue testigo escéptico de la revolución populista de Víctor Paz Estenssoro, cuyos logros ñsi bien limitados, en absoluto insignificantesñ incluyeron la liberación del campesinado indígena de una virtual servidumbre feudal y el establecimiento del sufragio universal. Guevara nunca consideró alternativa alguna a la violencia y el radicalismo, aunque tal vez sea verdad que en la Latinoamérica de aquellos años se requería un mayor grado de ilusión para ser un reformista moderado que un revolucionario utópico. En todo caso, una estancia de nueve meses en Guatemala fue abruptamente cortada por el golpe militar de 1954 contra el gobierno reformista de Jacobo Arbenz, patrocinado por la CIA. Este golpe, monumentalmente estúpido, no sólo puso a Guatemala en un camino de décadas de derramamiento de sangre sino que confirmó la convicción del Che de que, en política, sólo aquellos que están dispuestos a derramar sangre marcan una diferencia.
A finales de 1954, Guevara llegó a México y ahí pasó dos años que habrían carecido de importancia excepto por dos acontecimientos: celebró un desdichado matrimonio con Hilda Gadea, una radical peruana que había conocido en Guatemala, con la que tuvo un hijo (el tema de Guevara y las mujeres es muy desagradable. Anderson, siempre atento a la vida sexual de su personaje, cita fragmentos de los diarios inéditos de Guevara en los que éste habla del romance: Hilda me declaró su amor en una forma epistolar y práctica. Yo tenía mucho asma, si no, me la podría haber cogido... La cartita que me dejó cuando se fue es muy buena, qué lástima que ella sea tan fea.), y conoció a Fidel Castro, quien llegó a México en 1995, luego de dos años de prisión en Cuba, tras el desastroso asalto al cuartel Moncada.
No existe registro de Ernesto Guevara, antes o después, en el que exprese admiración irrestricta por un semejante. Fidel, con su bonhomía natural, su energía y su ilimitada fe en su liderazgo, fue la excepción. La química fue mutua: Fidel confió en él, se apoyó en él y, según los testimonios, lo quiso más que a cualquier otro de sus camaradas, con la posible excepción de Celia Sánchez (la compañía más cercana de Fidel, hasta su muerte, en 1980). La relación de Guevara con el amor, ya fuese que involucrara a sus padres, a sus camaradas o a sus mujeres, era incómoda, pero su amor hacia Fidel fue cordial y transformador, pues le abrió el camino a la vida que estaba buscando. Pocas horas después de haberse conocido, Guevara se enroló como médico en el atolondrado proyecto de Fidel para desembarcar en el extremo oriente de Cuba e iniciar una insurrección en contra del dictador Fulgencio Batista.
En noviembre de 1956, el decrépito yate Granma zarpó de Veracruz, rumbo a Cuba y a la gloria. Para entonces, el argentino Guevara que, como todos sus paisanos, interpolaba la palabra Che por lo menos una vez en cada frase, había sido rebautizado. Sería, para siempre, el Che, un término que subrayaba no sólo el afecto y el respeto que sus camaradas sentían hacia él, sino también la aguda conciencia de su diferencia, su permanente categoría de un extranjero en una revolución que él había hecho suya.
Él estaba plenamente consciente de su calidad de extranjero desde que zarpó hacia Cuba. Pero es probable que le haya costado trabajo percibir otros portentos. Su preparación como médico, por ejemplo, le había inculcado la universalidad del principio de la cura científica (es decir, que la penicilina, por dar un ejemplo, igual le curaría la neumonía a un campesino francés que a un mexicano de alta sociedad). Un punto débil en su pensamiento durante el resto de su vida fue creer que lo que había aprendido sobre la guerra de guerrillas en el proceso de derrocar a Batista equivalía a una prescripción ñun remedio necesario para toda forma de enfermedad social. Otra falla era que estaba irremediablemente comprometido con una cierta definición de virilidad y con el código de conducta que implicaba: una definición de macho, no poco usual entre los latinoamericanos de su generación. En consecuencia, le parecía intolerablemente humillante retractarse, admitir la derrota, echarse para atrás. No se daba cuenta de que Sancho Panza podía ser tan heroico como don Quijote. Y era tan ciego a los matices de la personalidad como carente de oído musical. A pesar de los dolorosos atisbos de su propia naturaleza que revela en sus diarios, de sus incisivas observaciones sobre el paisaje, la guerra y la dinámica política, no existen retratos verosímiles de sus semejantes. Sólo hay revolucionarios, que están llenos de virtud, y contrarrevolucionarios, que nada valen.
El siguiente capítulo en la vida del Che coincide con uno de los más sorprendentes triunfos militares del siglo. Después de tocar tierra desastrosamente, como era de esperarse en las playas cubanas, el Che, Fidel Castro, su hermano Raúl y unos cuantos más, sobrevivieron al feroz ataque de Batista y se internaron en la Sierra Maestra para forjar un ejército revolucionario. Hacia 1958, la intuición y el arrojo militar del Che, sus habilidades organizativas y su destacada valentía personal le habían ganado el indiscutido título de comandante y un papel protagónico en la revolución. A pesar de compartir su vida con los cubanos, que siempre han tenido las abluciones y la pulcritud como virtudes supremas, Guevara se rehusaba a bañarse, o incluso a atarse las agujetas, pero ahora que era el Che, su aura odorífera era parte de una mística en los grandes espacios abiertos, planeando la estrategia con Fidel, compartiendo su tienda de campaña con una despampanante mulata, arriesgando su vida y probando su hombría en forma cotidiana. Sus días, tal como los describe en Recuerdos de la revolución cubana (una vez más, páginas retrabajadas de su diario y convertidas en libro), se leen deliciosamente como una aventura salida de Boyís Life. Y sin embargo, según Anderson, es en este punto que el Che escribe en su diario inédito:
Estalló un breve combate del cual tuvimos que retirarnos muy rápidamente. Nuestra posición era mala y estaban rodeándonos, pero opusimos poca resistencia. En lo personal, advertí algo que nunca antes había sentido: la necesidad de vivir. Más vale que corrija eso en la siguiente oportunidad.
La felicidad y el deseo de alcanzarla -la necesidad de vivir- eran, en un revolucionario, síntomas de debilidad.
La vida del Che después del triunfo de la revolución fue un lento acrecer del naufragio, y es en la narración de este colapso que la hermosa y apasionada biografía escrita por Jorge Castañeda hace gala de lucidez. Pasamos las páginas con la esperanza de que el problema se resuelva pronto, que Guevara se salve, si no del fracaso, de la derrota absurda; si no del terrible sufrimiento físico, de la muerte; si no de la muerte, de la ignominia. Pero Castañeda es tan atrevido como su héroe: ha examinado los expedientes de la CIA y ha recabado los recuerdos de los camaradas más cercanos de Guevara para podar la leyenda del Che de adornos y capas de justificaciones a posteriori. Al hacerlo, consigue que la difícil posición de Ernesto Guevara se vuelva comprensible y profundamente conmovedora.
El Che de Castañeda es un hombre que no podía tolerar la natural ambivalencia del mundo, y que sólo se aliviaba de ella (y, curiosamente, del asma que lo atormentaba) en los rigores de la batalla y del radicalismo. Nombrado primero para el Instituto Nacional de la Reforma Agraria, y luego para dirigir el Banco Central del régimen revolucionario de Fidel, el Che, como tantos otros héroes bélicos antes y después de él, se sentía enmarañado por las cotidianas realidades de gobernar. ¿Por qué habría de tener Cuba una política monetaria que buscara apaciguar al imperialismo? ¿Por qué era necesario compensar a los explotadores y opresores por sus haciendas cañeras, en vez de simplemente expropiarlas para el pueblo? ¿Por qué corromper a los trabajadores ofreciéndoles más dinero para que trabajaran más duro? El Che casi se mató acumulando horas de trabajo voluntario, cortando caña y apilando sacos de azúcar después de las horas agotadoras que pasaba en su escritorio, sólo para probar que los incentivos morales podían superar al lucro como estímulo para la productividad. Tal vez al final de su estadía en Cuba comenzó a sospechar que a otros mortales les gustaba dedicar su tiempo libre a cosas diferentes. Ciertamente creía que el liderazgo de la revolución se estaba inclinando en forma peligrosa al pragmatismo. El hombre nuevo ñun nuevo tipo de ser humano que la revolución había de manufacturarñ no estaba siendo producido con suficiente prontitud.
El Che era incapaz de manejar el desacuerdo que le producía el rumbo que Fidel estaba tomando con el cariño que le tenía; su desilusión con la Unión Soviética y la autosatisfacción de la floreciente burocracia cubana; las intrigas palaciegas del nuevo régimen (especialmente las de Raúl, el hermano de Fidel) y, probablemente, la punzante conciencia de sus propios fracasos como revolucionario en tiempos de paz. Parece razonable interpretar su decisión de abandonar Cuba ñcomo lo hace Castañedañ como el resultado de su necesidad de huir de tantos conflictos internos. (Mientras explica esta decisión, Castañeda brinda un extraordinario relato de los ires y venires de la política cubana, de las relaciones cubano-soviéticas y de los tratos de Castro con los Estados Unidos.) El Che dejaba atrás a una segunda esposa y seis hijos, a sus camaradas, sus años de felicidad y la revolución que había ayudado a parir; nada de esto bastó para convencerlo de que allí estaba su sitio.
La intención original de Guevara era regresar a su patria e iniciar allí un movimiento guerrillero. Es posible, escribe Castañeda, que la expedición de 1965 al Congo (donde varias facciones armadas continuaban luchando por el poder mucho tiempo después del derrocamiento y asesinato de Patricio Lumumba) y su intentona final en Bolivia, hayan sido consecuencia de los esfuerzos de Fide para mantener al Che lejos de Argentina, donde sin duda sería detectado y asesinado por las fuerzas de seguridad más eficaces de América Latina. Castro parece haber sentido que el Congo sería un lugar más seguro, y ni a él ni al hombre al que trataba de proteger parece habérseles ocurrido si sería o no una elección más inteligente. (Jon Lee Anderson apunta que, en el Cairo, Gamal Abdel Nasser le advirtió al Che que no se involucrara militarmente en ¡frica, porque allí sería como Tarzán, un blanco entre negros, cuidándolos y dirigiéndolos.)
El episodio del Congo resultó ser una farsa tan absurda que las autoridades cubanas mantuvieron en secreto los desconsolados apuntes que el Che había hecho con miras a escribir un libro sobre él. No fue sino hasta hace muy poco que uno de sus nuevos biógrafos ñTaiboñ tuvo oportunidad de estudiar el manuscrito original. Guevara fue abandonado desde el principio por los líderes militares congoleños, como Laurent Kabila, que inicialmente había recibido con agrado su ofrecimiento de apoyo. El Che se vio azotado por la disentería y por arrebatos de ira incontrolable, y siete meses después salió de la jungla con veinte kilos menos, enfermo y profundamente deprimido. Si alguna vez consideró la posibilidad de zafarse del anzuelo y regresar a Cuba, tal opción quedó cancelada semanas antes de que la expedición del Congo se deshiciera: el 5 de octubre de 1965, Fidel Castro, a quien todo mundo presionaba para explicar por qué había desaparecido al Che de Cuba ñe incapaz de reconocer que la aventura africana estaba a punto de derrumbarseñ, decidió publicar la carta de despedida que le había dirigido el Che: Diré una vez más que la única forma en que Cuba pude ser considerada como responsable de mis actos es en su ejemplo. Si mi vida ha de terminar bajo otros cielos, mi último pensamiento será para este pueblo, y especialmente para ti.
Guevara estaba sentado en un miserable campamento a orillas del lago Tangañica, aburrido, frustrado y dolido por la muerte de su madre, cuando se le informó que Fidel había publicado la carta. La noticia lo sacudió como una explosión. ¡Comemierdas!, dijo, caminando en el lodo de un lado para otro. ¡Son unos imbéciles! ¡Idiotas!
La última jornada de Guevara comenzó en ese momento, porque una vez que se publicó su despedida de Fidel, como señala Castañeda, sus puentes realmente se quemaron. Dado su temperamento, no había manera de que regresara a Cuba, ni siquiera temporalmente. La idea de desdecirse en público le resultaba inaceptable. Si ya había dicho que se marchaba, no podía regresar.
Unos cuantos meses después, tras haber hecho un balance puntual y amargo de su situación, decidió establecer una base guerrillera ñpensada en realidad como un campo de entrenamientoñ en el sur de Bolivia, cerca de la frontera con Argentina. Se convenció a sí mismo de que allí podría encender la llama revolucionaria en Argentina y, de allí, en todo el mundo.
Sabía, desde luego, que su muerte alimentaría esa llama. Uno se pregunta si en esas últimas y terribles semanas llegó a advertir cuán mal terminarían las cosas, no sólo para él sino para todos los implicados en los ubicuos intentos de realizar una revolución armada radical después de su muerte. Pienso en Guatemala que, más que cualquier otro país del hemisferio, aparte de Cuba, forjó la visión que Guevara tenía del mundo y fue terreno de prueba de sus ideas acerca de la guerra de clases y la lucha por la liberación. Y pienso en los guatemaltecos que conocí, como la poeta Alaíde Foppa, una editora feminista, crítica e historiadora de arte, que era gran amiga de mi madre. Alaíde vivía en el exilio en México, con su marido, Alfonso Solórzano, desde 1954, cuando ocurrió el golpe de Estado contra Jacobo Arbenz. Tenían cinco hijos, incluyendo a Mario, quien regresó a Guatemala a finales de los años setenta para fundar un periódico de oposición. El más joven de ellos, Juan Pablo, se unió a una organización guerrillera guatemalteca. Los fundadores del grupo, que habían sido entrenados en Cuba y directamente alentados por el Che, compartían su fe en que un pequeño grupo de hombres con voluntad de hierro podía ganar el apoyo del pueblo y derrocar a un gobierno injusto, sin importar cuán grande o bien entrenado fuera el ejército del enemigo, o qué potencias extranjeras decidieran intervenir. En 1979, los militares capturaron y asesinaron a Juan Pablo. Dos semanas más tarde, en la ciudad de México, su abatido padre murió atropellado en una transitada avenida.
El siguiente año, justo antes de la Navidad, llegué a México procedente de Centroamérica, con la intención de pasar las fiestas con mi madre en casa de Alaíde. Sin embargo, eso no ocurrió, porque cuando entré al departamento de mi madre la encontré sosteniendo el teléfono, muda a causa de la impresión. Tras la muerte de su hijo, Alaíde había tomado la decisión de igualar su sacrificio: viajó a la ciudad de Guatemala en una misión como correo para las guerrillas y allí había sido detectada casi inmediatamente y desaparecido por las fuerzas de seguridad. Según sus familiares, la mantuvieron viva para torturarla durante meses. Nunca se encontró su cadáver.
Y luego Mario fue asesinado. Yo lo había visto por última vez el año anterior. Cenamos en la ciudad de México, y escuchó con regocijo mi relato sobre el derrocamiento de Anastasio Somoza a manos de los sandinistas ñun acontecimiento espectacular e imprevisto, que yo había ido a cubrir como reportera, y que había revitalizado las banderas de las fuerzas guerrilleras en todas partes. Yo no imaginaba que unas cuantas semanas después de mi reunión con Mario, él se uniría a la infraestructura urbana de las guerrillas en la capital guatemalteca. En la clandestinidad, Mario se enteró de la desaparición de su madre, y luego también él fue traicionado. Alguien reveló al ejército (probablemente bajo tortura, cosa que los revolucionarios auténticos, a diferencia de otros seres humanos, supuestamente debían resistir hasta el final, aunque rara vez lo lograban) la ubicación de su casa de seguridad, y Mario fue emboscado y asesinado. Esto ocurrió durante unas semanas en que el régimen militar desató una campaña de matanzas sistemáticas contra los campesinos mayas que se habían unido al grupo guerrillero al que Mario pertenecía. Como los campesinos estaban pobremente entrenados y pobremente armados, y las tropas del ejército no, y como el apoyo a las guerrillas no era abrumador sino sólo alimenticio, millares de hombres y mujeres empobrecidos pagaron con sus vidas sus creencias revolucionarias. Apenas el año pasado, después de veinte años de lucha brutal, se firmó la paz en Guatemala.
Me acuerdo de Alaíde y de Mario cada vez que intento entender el sentido de aquellos tiempos fervorosos. También me acuerdo de mi madre, que forzada finalmente a dejar a un lado su desconfianza en la política, se unió con timidez a una multitud frente a la Embajada guatemalteca y susurró lemas en contra de la dictadura (aborrecía las multitudes y los lemas, y no sabía cómo gritar) porque había que hacer algo aunque ya nada pudiera hacerse. Lo único excepcional en el caso de Alaíde es que tenía sesenta y siete años cuando respondió al llamado hecho en La Habana por Fidel el día en que les dijo a los cubanos que Guevara había muerto: ¡Sean como el Che!, y la exhortación le dio un propósito a una generación entera que buscaba desesperadamente una manera de ser en el mundo moderno, una manera de actuar que pudiese llenar la vida de sentido y trascendencia. Pero, al final, el Che, que a diferencia de Fidel sentía muy poca curiosidad por la forma en que funcionaba el mundo real ñpor qué la gente apoyaba o dejaba de apoyar una causa, por qué la General Motors producía automóviles, a qué debía su longevidad el partido mexicano gobernanteñ, sólo podía ofrecer un camino, y esa fue su tragedia, la de Alaíde y la de sus hijos: la única manera de ser como el Che era morir como él, aunque todas esas muertes no fueron suficientes para crear el mundo perfecto que el Che quería.
Imagino al Che en Bolivia, hambriento y con sed, casi sin poder caminar a causa del asma y la debilidad, perdido, vagando en círculos con un puñado de camaradas en las altas y miserables mesetas bolivianas, mientras el ejército y sus asesores de la CIA cierran el nudo en su torno. (Castañeda especula que tal vez para ese entonces el Che y su imposible causa habían sido abandonados por la red de apoyo de Cuba.) Sus compañeros en esta jornada funesta eran hombres que se habían enrolado en lo que a todas luces era una misión suicida por devoción a él; no obstante, el Che los privaba de sus magras raciones como castigo por el menor acto de indisciplina y los llamaba basura. El Che, que amaba los animales, anotó en su diario que había acuchillado a su flaca yegua en un arrebato de ira y frustración. Por su relato uno puede advertir cuán degradadas y ampulosas eran las emociones que se permitía tres meses antes de ser asesinado, y cuán empecinado era:
Soy una ruina humana, y el episodio con la yegüita demuestra que por momentos he perdido el control; habré de rectificar esto pero el peso de la situación debe distribuirse equitativamente entre todos, y quien no se sienta capaz de soportarlo debe decirlo. Este es uno de esos momentos en que tienen que tomarse grandes decisiones: este tipo de lucha nos da la oportunidad de convertirnos en revolucionarios, el rango más alto de la especie humana, pero también nos permite graduarnos como hombres. Quienes sean incapaces de lograr uno de estos dos estadios, deberán decirlo y abandonar la lucha.
Guevara nació en la hora del héroe latinoamericano. Tantos de nuestros líderes han sido tan corruptos, la variedad de actividades públicas posibles y permitidas ha sido tan reducida y la injusticia ha clamado tan desgarradoramente a los cielos, que sólo un héroe podía responder a ese clamor y sólo un modo heroico de vida podía parecer valioso. La figura de Guevara se destacó contra el llameante horizonte de su tiempo, solitaria y singular.
Sin embargo, hay un problema con esa figura heroica (como lo han percibido los cubanos, que durante todo este tiempo mantuvieron en secreto diarios y documentos del Che), y es que ese héroe no puede tener flaquezas, y sólo responde a su propio ñexaltadoñ sentido del honor. Esta imagen del héroe todavía es satisfactoria para un gran número de latinoamericanos que no están en posición de exigir cuentas a sus líderes, pero que, por otro lado, exigen que sus líderes actúen con grandeza y provoquen fervor y estados de arrobamiento, como el difunto Che lo hace hoy. Pero el Che de carne y hueso no fue el héroe perfecto de su lugar y de su tiempo: exigía que los otros siguieran su ejemplo imposible, y nunca entendió cómo combinar lo que quería con lo que era factible. Quedará siempre como punto de discusión si la vida y el ejemplo del Che aceleraron el advenimiento de la era actual, en la que no hay causas perfectas, y en la que hombres como él están más que nunca fuera de lugar.