La Jornada Semanal, 21 de diciembre de 1997



ESPLENDIDA SOMBRA


Julieta Campos


La novelista y ensayista Julieta Campos es una amplia conocedora de la cultura de Tabasco. En este texto vuelve a la poesía solar de Carlos Pellicer, celebra su centenario y recupera los instantes perdurables de quien se adentró en “ese tiempo sin tiempo que es el sueño”.



Celebrar a Pellicer en este prodigioso espacio del mundo donde la plétora de la vida se le mete a uno por los ojos es algo que entra en el orden natural de las cosas. Estamos aquí, por eso, para celebrar a Pellicer, el del alma, la sed y la mirada insaciables. Pero debo decir que estar con Pellicer, cerca de Pellicer, no es para mí algo propio sólo de fechas excepcionales, como la de este año de su centenario. Desde hace muchos ha venido acompañando mi existencia cotidiana, los quehaceres de mis días, un niño de polainas sentado sobre un triciclo de altísimas ruedas, con las manos distraídas sobre el manubrio y los ojos oteando la distancia, en el resguardo de un interior de trópico apenas insinuado. Ese niño me mira, amoroso, desde su bicicleta porfiriana, porque yo he querido apropiarme de su mirada distante y del aura luminosa que proyecta sobre él, asomando apenas su presencia allá en el fondo, la mirada de su madre. Su madre, la que lo llevó por primera vez al mar y le enseñó a decir versos y lo atrajo para siempre, con el imperio dulce del amor, a ese “tiempo sin el tiempo que es el sueño”.

Pues bien, ese retrato del poeta que una vieja fotografía en sepia le inspiró al tabasqueño Fontanelly Vázquez, ocupa en el corredor de mi casa el sitio que, desde siempre, pareció estarle reservado. Un sitio que había permanecido vacío hasta el día en que las dos siluetas trazadas en gris de Pellicer y de su madre, invitándome misteriosamente a transitar lo imaginario, entraron como ráfagas por la puerta cerrada y se posesionaron del espacio. Desde entonces, la presencia del poeta niño se ha adueñado de mi casa. Desde la grisura del aura fantasmal que la rodea, esa presencia me ha obligado a pintar de amarillo las paredes y a poner cristales amarillos en el lucernario que ilumina la escalera, para dejar que entre por allí, a raudales, el sol pelliceriano.

Con ese sol entra en mi casa, sin rodeos, el paisaje de Tabasco y su abrazo envolvente. Si es verdad, como querían los gnósticos y los románticos y los simbolistas, que cada paisaje encierra un sentido, un significado, un mensaje que hay que descifrar, también debo decir que yo tuve la fortuna de leer el paisaje de Tabasco doblando mi propia mirada con la visionaria mirada del poeta. Por un azar del destino, mis primeras visitas a Tabasco me depararon ese guía y quedó después conmigo su espíritu propiciatorio, que no me dejó extraviarme en los dominios de lo incierto, que tanto acecha por aquí, amenazante, al que desprevenido se atreve a aventurarse en estos laberintos de agua.

Mi encuentro con Tabasco se fue preparando a lo largo de varios años, desde 1970, en sucesivas visitas que quedaron vinculadas, en mi memoria, a la voz aquella que parecía investida por una energía milenaria, como si la envoltura corpórea del poeta fungiera como conductora de una corriente de remotas germinaciones cósmicas. A través de esa voz descubrí que aquí latía una fuerza muy elemental y muy primaria y que eran los antiguos habitantes de esta tierra, los indios, los que primero habían aprendido a abrir espacios humanizados en un ámbito donde lo natural parecía omnipotente. Fue así como los olmecas dieron el gran salto al universo de las formas simbólicas. Y así ha sido como los maya-chontales, siglos después de la Conquista, siguen preservando una relación sagrada con la tierra y con el agua. Buscó Pellicer claves para deshacer la maraña de un espacio invadido por la fronda y por los infinitos tentáculos del agua y dedicó muchos de sus empeños a preservar las huellas de las antiguas respuestas, los testimonios de la arcaica sabiduría indígena.

“En la provincia cálida de los grandes ríos mexicanos” nació, con la fluidez del agua, la poesía del tabasqueño. Una poesía atravesada por la luz de junio que, a diferencia del cruel abril de T.S. Eliot, es el mes de la fertilidad y de la pasión. Hay algo catedralicio en su gigantesca arquitectura de palabras, pero pensaría uno en una catedral verde, con nervaduras de bejucos colgantes, en constante crecimiento, henchida sin cesar por el glorioso don de las aguas primordiales. Uno siente que se dio a construir su poesía como un entramado viviente de arcos y bóvedas vegetales, levantado para albergar la luz y transmutarla: esa luz que él identificaba con el Cristo, encarnación de la vida. Pero, a la vez, siente uno otras veces que le fue creciendo entre las manos como un jardín ñhortus conclususñ donde el misterio de la muerte y la resurrección se ciñe, cada día, a la accesible dimensión de una mirada humana. Me lo imagino pues, a veces, como un arquitecto de perspectivas siderales y, otras, como un delicado jardinero satisfecho de un pequeño oficio risueño.

“Pasar cantando siendo sólo la muerte/ es empezar a no morir”, dijo, alimentando los días con el tributo de su sangre para escuchar “ese trueno misterioso que anuncia la alegría”. Yo creo que Pellicer es un poeta iluminado, una especie de Beato Angélico de la poesía. Sus poemas son celebraciones, epifanías. Los podría comparar con los nacimientos que inventaba cada doce meses y que tenían, como lo ha descubierto Gabriel Zaid, algo de auto sacramental. Representaba el misterio de la creación y de la luz que la informa, y esa visión reaparece en sus poemas, donde la noche emana un esplendor de luz y todo lo que es se imanta de eternidad.

Había en su religiosidad una pulposa efervescencia de los sentidos y la experiencia de lo espiritual le nacía de la fruición con que, por esos sentidos, le penetraba el mundo. Desde aquel haz de versos que llamó Colores en el mar, entre 1915 y 1920, reconoció que los elementos y el paisaje, y esencialmente el mar y el sol, eran lo que materialmente eran y algo más: una manifestación del espíritu. Ya en aquellos poemas alborales está en una nuez, como premonición, toda su obra.

Está todo Pellicer en aquel grito de la aurora que lanza el mar, dispersando el amor a los cuatro puntos cardinales. Se hizo uno con el sol en esos versos aurorales y volvió a nacer con él cada mañana. Y fue el mar, y la tarde, y los niños, y el placer de luchar con las olas. Fue el azul. Oyó la voz del mar y durmió con el mar y amó la vida. Aprendió a comer, con Claude Monet, “cosas azules y eléctricas”. Y descubrió la palabra oscura y luminosa de la Noche, y los vertiginosos Andes tempestuosos y, también, que en las alturas “no suceden cosas/ de mayor trascendencia que las rosas”. Todo eso lo supo desde entonces, entre los diecisiete y los veintidós años.

El amor y la fe le intuyó Vasconcelos cuando, en 1924, prologó su Piedra de sacrificios y subrayó aquella efusión que, como a él mismo, le despertaban al poeta joven todas las patrias del continente americano. Aquel Pellicer ya aspiraba a una “democracia nueva”, que acabaría por germinar en la emoción y en el relámpago del pensamiento, actualizando por fin y haciéndolas una sola, las videncias de Bolívar y de Rubén Darío, después de tres siglos de llanto del arrinconado corazón americano.

Amó a Bolívar porque, como él, había sido un iluminado, cuyas meditaciones proféticas “desbordaron el vaso oculto del tiempo”. Admiró a José Vasconcelos, tanto que necesitó consagrarle a su muerte una elegía apasionada. Porque había sido, dijo, una “estrella de la mañana”, “verdaderamente un hombre en toda la raíz de la palabra”, comparable al Hombre-Fuego que pintó Orozco en Guadalajara, se identificaba con aquel apasionado mexicano “que había pasado la vida en el uso de la palabra”. Abrir un libro de Vasconcelos, nos dejó dicho Pellicer, “es como cuando uno a la vuelta de un camino/ descubre el mar”. Frente a la vejez solar de Díaz Mirón, se sintió él mismo “aprendiz de huracanes” y no se avergonzó de envidiarle el relámpago y el trueno. Ni casual ni gratuita era la afinidad que lo vinculaba a esos hombres; la humanidad que latía en él era, sin duda, de una índole muy semejante.

Practicó desde temprano la “dulce melancolía de viajar” y fue llenando de estrellas danzantes y de huellas del ancho mundo el baúl de su memoria, siempre con la ubicua presencia del mar. Entre el Bósforo y Río de Janeiro, Delfos y Tilantongo, venía de Tabasco y hacia Tabasco iba todo el tiempo, “con ríos en la garganta, con dioses a las espaldas”. Paseó sus soledades y sus ausencias por el Tigris y el Eúfrates, el Nilo, el Tíber y el Arlanzón, para descubrir cada vez que se le encimaban las aguas del Usumacinta, hijo del Lakantún y el Lacanjá, y se le aparecía la gran ceiba de Atasta, brújula de “cinco rumbos”. Había de reconocer entonces: “Yo soy un hombre de Tabasco que ha visitado los sepulcros andantes de la historia.”

Entre el amarillo y el azul fue recogiendo palabras mágicas. Reinventó un trópico a la vez prodigioso y funesto y entrañable: un espacio improbable donde “las garzas inmovilizan el tiempo” y que “sostiene en carne viva la belleza de Dios”.

Un trópico que estalla en un grito por la voz del poeta y que sangra, como un San Sebastián herido por un sinfín de dardos, “cuando la luz estalla al mediodía”.

Elemental fue su poesía porque estaba hecha de los cuatro elementos: del aire que acerca espíritus (y mares); del agua de los viajes fabulosos; del fuego de las noches siderales y de la tierra feliz y maldita. Y porque, como la vida, circulaba por ella la muerte: “sombra de Dios”, elemento sagrado. Pero, por encima de la muerte, campeaba el amor, “música de la noche”. Y, envolviéndolo todo, “el infinito azul de los orígenes” y la voz del poeta, buscando ser uno con el Todo y descubriendo que sólo al callarse podrá escuchar de cerca las voces del universo. Olvidó su nombre para llamarse mar y llamarse noche y llamarse viento y llamarse bosque y sumergirse en la enorme fiesta de la palabra Oceanía.

He vuelto a leer a Pellicer para escribir estas líneas. Y he vuelto a detenerme y a volver sobre ciertos poemas, que me sedujeron siempre, de Hora de junio: “Vuelvo a ti, soledad, agua vacía....”; “...el imposible amor, dulce amor, amor terrible...”; “amor así, tan cerca de la vida/ amor así, tan cerca de la muerte...” “Praderas verdes de junio/ en que junio sale a ver/ lo que se dice de junio...”. He vuelto a sentir junio en carne viva: “...la abrasadora desnudez de junio...”; junio que sabe de “la tristeza/ que da la dicha del amor humano”.

Volver a pisar el suelo de Tabasco será para mí, cada vez, recuperar el asombro que me indujo el poeta una tarde, cuando el sol incendiaba entre nubes el poniente y el canto dichoso de un centenar de aves rompió el silencio del crepúsculo en una laguna que él llamó El Pajaral ñque jamás he vuelto a ver y que sospecho haya sido, tan sólo, una realidad virtual convocada para deleite de quienes lo acompañábamos, por la taumaturgia del ritmo versicular que tantas veces marcaba en sus palabras.

Aquella tarde supe que, en efecto, en esta parte del mundo “el piso se sigue construyendo” y que aquí se aman, en verdad, “las fuerzas del origen: el fuego y el aire, la tierra y el mar”. Hoy, tantos soles y tantas lunas después, me basta volver

a pisar el suelo de Tabasco para sentir la presencia del poeta hombre que, con su voz poderosa, desplaza el estrépito y la furia de trajines oscuros y palabras necias. La presencia de ese hombre que es un árbol de caoba con pájaros en la cabeza y un jaguar sobre las piernas. Un árbol que canta a cántaros. Un árbol milenario que estará siempre alzado en el centro mismo de esta tierra acuática para cobijarnos en su espléndida sombra de palabras: Carlos Pellicer.