Es probable que allá por los alegres veintes del siglo próximo, veamos este año de 1997 como un ``parteaguas''. Los acontecimientos del proceso del cambio se han acelerado a un punto que la lenta historia del país se ha vuelto atrozmente rápida. La semana pasada destaqué los mejores aspectos, ahora voy a referirme a tres muy negativos.
Lo malo. La evidente ineptitud de la clase política para detonar la reforma del Estado. Este punto es crucial, ya que si no se logra la lucha por la Presidencia de la República en el año 2000 podría tener perfiles caóticos sin una nueva legalidad, la posibilidad de la nomenklatura (los beneficiarios históricos del sistema) de mantenerse en el poder sería mucho más alta.
La Cámara de Diputados termina su primer periodo legislativo con un saldo negativo. A pesar de una inversión monstruosa en tiempo, sólo una pequeña fracción de las iniciativas de ley fueron discutidas y votadas. Las fracciones parlamentarias fueron incapaces de llegar a un entendimiento por lo que toca al presupuesto. Como habíamos previsto en este mismo espacio, el grupo ``de los cuatro'' terminó disolviéndose. Imagínense ustedes, si no han podido ponerse de acuerdo en el presupuesto, ¿cómo podemos esperar de ellos que arriben a un nuevo esquema republicano?
La tarea de la gran reforma fundamental es complejísima, la posibilidad de que los reaccionarios la saboteen es inmensa y el tiempo brevísimo: apenas el año próximo y, con trabajos, uno o dos meses más. Más allá de la primavera de 1999 la pasión política enturbiará todo el ambiente. La única prioridad será luchar para ganar el poder en grande. Hagamos votos porque la generosidad y la imaginación dominen sobre los intereses concretos y mezquinos.
Haría falta una iniciativa muy enérgica del Presidente de la República o de los mismos grupos de poder y de la sociedad civil. Pero eso, por desdicha, no está en el horizonte.
Lo peor. Es el deterioro progresivo -cada vez más amplio y más duro de vivir- de las condiciones de la mayoría de la población, y como inevitable contrapartida la incapacidad del gobierno (por su propia rigidez y/o por presiones externas) para revocar o al menos ``matizar'' la estrategia neoliberal que, con excepción del propósito de saneamiento de las finanzas públicas (que debería de mantenerse en cualquier otro esquema), ha resultado en sus líneas principales contraproducente y en el efecto global un desastre, como lo señala Carlos Tello (Le Monde Diplomatique, Dic. 1997).
No sólo ha caído en los últimos años el producto por persona. La desigualdad social ha crecido hasta puntos intolerables. ``México no puede estar ausente de la corriente globalizadora, pero para estar presente de manera eficaz y eficiente deberá globalizar antes a nuestro propio país. Es decir, jamás seremos socios completos en la globalización si antes no asociamos a la población marginada y empobrecida del país a un proceso de progreso incluyente''.
En el pensamiento político vigente hay una ausencia: la propuesta de ``mínimos'' sociales que garanticen a la mayoría de los mexicanos niveles adecuados de salud, seguridad social, educación, empleo y salario suficiente como precondición para la realización de la reforma del Estado. Sería necesario un desplazamiento masivo de recursos hoy concentrados en 10 por ciento de la población, en favor de la mayoría de las familias. La reforma política puede terminar en una partidocracia o en un proceso decadente, que no sea sino la continuación de la decadencia de la república imperial por otros medios.
Lo horrible es el empobrecimiento de la vida de los capitalinos. Una de las megalópolis más interesantes y humanizadas del orbe, sujeta ahora a la amenaza permanente de una violencia impune. Don Fernando Benítez en uno de sus brevísimos y certeros artículos ha descrito a la capital como la ciudad de muerte. S.V.K., nuevo procurador del Distrito Federal, hace un recuento de las debilidades del sistema de justicia.
Del universo de cientos de miles de hechos delictuosos de los que el hampa hace víctima a la población, sólo se investigan anualmente 250 mil, y de esos sólo se consignan 75 a los jueces. Estas cifras muestran la imposibilidad del Estado mexicano para garantizar la paz, la seguridad, la vida y la propiedad de los capitalinos.
Testimonio elocuente es lo que sufrimos todos los días: el horror progresivo, el vivir en el miedo, en la paranoia. El adiestrarse en desconfiar de cualquier persona que se nos acerca. El terror por el destino de nuestros familiares. Todos sabemos de modo directo de algún asesinato cometido en un asalto por policías, ex policías, guaruras y ex guaruras convertidos en enemigos públicos. Es angustioso y terrible vivir en la ciudad de México en 1997. Para mí, que como miles he sufrido seis asaltos en seis meses, es la agresión criminal y su impunidad el saldo de lo ``horrible'' en este año