La Jornada 21 de diciembre de 1997

MAR DE HISTORIAS
Cristina Pacheco

Para Carlos Payán

Las vísperas

Hacia el fin de año me sentía distanciada de mis compañeras. La causa: mi imposibilidad de compartir su entusiasmo ante las vacaciones ya próximas. Jamás me atreví a explicarles la razón. Tampoco les dije que mi horror al fin de cursos se relacionaba con el inevitable viaje decembrino a casa de mi abuela.

Después de los exámenes la actividad escolar era casi nula. Los maestros gastaban el tiempo deliberando en la dirección mientras que los alumnos permanecíamos en los salones arrojándonos bolitas de papel, intercambiando recados torpes o conversando acerca de la ya próxima temporada vacacional. Yo siempre adivinaba la envidia de mis compañeras al enterarse de que pasaría dos semanas en casa de mi abuela. ``¡Qué bueno que te vas a Morelia! ¡Quién fuera tú!'' El entusiasmo a mi alrededor no aminoraba mi agobio; por el contrario, mi imposibilidad de explicarlo lo hacía aún más gravoso.

Una sola vez me atreví a suplicarles a mis padres que trasladáramos el viaje decembrino a cualquier otro momento del año. Mi propuesta, interpretada como gesto típico de niña consentida, desató sobre mí una catarata de reproches. Mi inquietud se acrecentó con el peso de la culpa: ``Tu abuelita vive esperando diciembre sólo para verte, ¿cómo es posible que no te importe?'' ``Mamá Luisa ya esta muy grande, no sabemos si el año que viene estará con nosotros. Entiéndelo, es muy importante que vayamos a visitarla ahora porque después quién sabe''. Cierto: desde la perspectiva de mis 11 años Mamá Luisa me parecía viejísima, pero nunca se me ocurrió imaginarla próxima a su fin, aunque sí la relacionaba con la muerte.

La ola roja

Viajábamos a Morelia en coche. El trayecto se alargaba por mis constantes súplicas de que nos detuviéramos en un restaurancito o en algún paraje hermoso, del que por cierto no disfrutaba porque me lo impedía el recuerdo de otras navidades.

Tras algunas horas de camino mis solicitudes de hacer nuevos altos quedaban sin respuesta. A parir de ese momento, el único refugio contra mis secretos temores era el sueño. Cerraba los ojos con fuerza, resuelta a dormir. No lo conseguía, porque a medida que nos acercábamos a Morelia se iba precisando la ola roja y tibia que en aquellos años era para mí el símbolo de la Navidad.

Antes de llegar, mi madre me despertaba para recomponer mi aspecto y advertirme: ``Acuérdate que Mamá Luisa no oye del oído izquierdo''. ``Cuéntale que te sacaste 9.8 de promedio''. ``No le menciones a Papá Toño, porque eso la pone muy triste''. ``No le digas que sigo fumando''.

Mamá Luisa parecía tener dotes de adivina. No importaba la hora en que llegáramos: desde lejos siempre la veíamos de pie junto a la puerta de su casa, sonriéndonos y haciéndonos señales, como si temiera que fuésemos a desviarnos en la dirección equivocada.

Tengo presentes las ceremonias del reencuentro. Oigo los ladridos de los perros que seguían el paso de nuestro cochecito gris-acero, huelo el polvo, siento el aire helado de aquellas tardes; pero sobre todo experimento el sobresalto que me sacudía apenas miraba a mi abuela acercarse con los brazos abiertos como si fueran mi único destino, mi cauce inevitable.

Ante la emocionada presencia de mis padres yo fingía corresponder a la euforia de mi abuela apretándole los brazos y las manos. Para mi secreta inquietud, nunca advertí en ellos señales de debilitamiento ni mucho menos; al contrario, eran tan fuertes como siempre. Comprobarlo agrandaba la ola roja y tibia que en mi infancia se transformaba en símbolo de la Navidad.

Dichosa por la visita largamente esperada, Mamá Luisa se deshacía en atenciones con mi madre. Luego, sostenida por mi padre, nos guiaba hasta el interior de su casa, donde todo hablaba de las fiestas: las ramas de nochebuena venciéndose de rojas y amarillas, el corredor saturado con un aroma que denunciaba la complicidad de la canela, el clavo, los tamarindos, las guayabas. Al fondo del corredor, abrigaba el Nacimiento un pino inmenso, adornado con esferas sobrevivientes de mis primeras curiosidades infantiles.

Era realmente primoroso, excepto que junto al camino por donde ascendían los Reyes Magos mi abuela acostumbraba poner un grupo de animales domésticos encabezado por un guajolote de barro. Aunque parezca increíble, aquella figurita perfecta, una auténtica miniatura, me despertaba siempre el impulso del llanto. Mi madre lo justificaba aludiendo al cansancio del viaje, mi abuela Luisa lo atribuía a la natural excitación ante la fiesta para la que, según ella, todo estaba listo: desde las luces de Bengala hasta el pavo.

El sacrificio

La casa de mi abuela era modesta, amplia, sólida. Los techos de bóveda daban reverberaciones de eco hasta a los sonidos más pequeños. Mi imaginación contribuía de manera decisiva para magnificar el fenómeno. Me pasaba la noche atrapada en una duermevela angustiosa, llena de visiones en que aparecía un guajolote, rotundo y misterioso, adornado de corales para el momento de su sacrificio.

En aquel delirio se agigantaba la presencia de mi abuela. Me horrorizaban sus brazos fuertes y sus manos curtidas por el trabajo que nunca quiso delegar en nadie, y menos cuando llegábamos a visitarla. Desde que tomábamos posesión de la casa nos hablaba de todas las delicias que había ido preparándonos durante los meses de espera.

Supongo que a lo largo del año la mesa de mi abuela era frugal; quizá por eso insistía tanto en describirnos las golosinas y platillos que nos preparaba de todo a todo: desde remojar ingredientes hasta moler condimentos. En su rutina de años dejaba para el momento de nuestra llegada la preparación del guajolote que la noche del 24 ocuparía el centro de una mesa adornada con ramitas de esparto y nochebuenas.

El hacha

En esta temporada, por más que trate de evitarlo, se aviva el recuerdo de las navidades en casa de mi abuela. Si entonces el temor me impedía dormir, ahora me desvela el remordimiento de pensar que Mamá Luisa murió sin sentir el gran amor que le tuve y jamás pude comunicarle. Me lo impidieron los caballeros negros. Así llamaba a los guajolotes alojados en el corral.

Cada fin de año a ese sitio habitado por unas cuantas gallinas y pollos llegaban los coconitos que mi abuela alimentaba con esmero. Su generosidad concluía el 22 de diciembre. Entonces Mamá Luisa se levantaba más temprano que de costumbre, decidida a realizar una tarea que demandaba precisión y destreza: decapitar, sobre un viejo tronco, al caballero negro. Su sacrificio acrecentaría la buena fama de cocinera que mi abuela pretendió heredarme. Conseguir tal objetivo la inspiraba para recordarle en sus cartas a mi padre la promesa de que no la dejaríamos pasar sola la Navidad.

En cuanto me consideraba repuesta del viaje, Mamá Luisa me pedía que la acompañara a la cocina llena de cernidores, cucharones, moldes. Entre el arsenal de cuchillos destacaba un hacha pequeña. Era difícil aceptar que por aquel objeto de hoja brillantísima y mango desgastado había escurrido la sangre de por lo menos diez caballeros negros: uno por cada Navidad que recuerdo haber pasado junto a mi abuela.

Me tortura pensar que la adoré y no alcancé a decírselo. Mi anhelo de hacerlo fue menos poderoso que la visión estremecedora de Mamá Luisa dejando caer el hacha sobre el pescuezo del guajolote. Los borbotones de sangre tibia y roja mancharon para siempre las navidades de mi infancia.