Creo que después de una tragedia la mayoría de la gente más o menos involucrada en ella piensa que podía haberla evitado. He leído que esta actitud es muestra de un sentimiento de omnipotencia que, los sensatos, debían poner bajo control. Pero quién no ha oído o recordado un sueño premonitorio, una intuición o, inclusive, palabras de advertencia que, por algo, sí, pero: ¿por qué?, no atendió. La fuerza de estos avisos, en retrospectiva, es tan intensa que quienes los tuvimos, una vez instalada la tragedia, no los confesamos, o apenas si los confesamos. Nos hacen sentirnos culpables. ¿Y acaso no lo somos, todos, de todo, de absolutamente todo lo inevitable? A su modo, hay quienes se las arreglan.
Una noche a finales de una de estas décadas, las dos hermanas solteras de mi amigo físico A.G.D. dormían en la habitación al lado de la de su madre, viuda, en su casa de Las Aguilas al sur de la ciudad de México. De pronto las despertó el ruido de vidrios estrellados. Bueno, y la presencia entre las camas de varios extraños que, iluminados por la luz del farol de la calle, o del resplandor de la luna, o del haz emitido por la linterna encendida que uno de ellos manipulaba, parecían ser rateros.
Apenas la menor sintió el peso de los labios de uno de ellos buscar los suyos de quinceañera, con determinación lo empujó y se sentó contra la cabecera. ``Un momento, señor'', dijo, apartándolo sin vacilar; ``si usted es ladrón, haga su trabajo''. Por qué la obedeció, él no puede contestarse más que de manera tentativa, y merece páginas de especulación que no son éstas. En cambio, las palabras de ella, a partir de su emisión, forman parte de los recursos con que yo me armo por si un día me veo en una situación similar. Pero armarme, y hacer crecer mi arsenal de medidas de protección posible, ¿no me convierte en imán del mal contra el que me armo? Ser desasistido es la protección por excelencia, pienso, en ocasiones; pues atacar al que ya está vencido no estimula a quien busca la emoción del combate. La resistencia, el contraataque, el despertar o la avivación del ingenio en la víctima que quiere salvarse. Pero, ¿somos libres de desprendernos de las armas acumuladas; somos libres de no acumularlas?
Kathleen Weinstein, maestra de secundaria en un suburbio de Nueva Jersey, al noreste de Estados Unidos, hasta abril de 1996, era considerada una persona dedicada a la tarea de lograr que sus estudiantes se preocuparan por ser cada vez mejores seres humanos. Tenía 45 años de edad cuando un delincuente de 17 se metió por fuerza al auto que ella conducía y, para robárselo, la mató por asfixia. Antes, sin embargo, ella tomó la precaución de encender una pequeña grabadora que llevaba en el bolsillo del saco, de modo que, cuando las autoridades encontraron el cuerpo y dieron con la máquina, pudieron oír tanto las últimas palabras de la víctima como los 24 minutos de conversación que sostuvo con su agresor. Más desinteresadamente didáctica que sagazmente persuasiva, la señorita Weinstein trató de hacer ver al robacoches que, de seguir por el camino de crimen por el que iba, de no ser muerto acabaría preso de por vida. De paso, ella consiguió que el joven le dijera su nombre y le diera una serie de otros datos que, a la postre, constituyeron la evidencia que condujo a su detención.
Así que, de hoy en adelante, ¿todos con una pequeña grabadora en el bolsillo?
En estos días la prensa recogió otro caso interesante, ¿igualmente útil? Tommy o Mike o Reuben, de unos 14 años de edad, era extremoso tanto en la ropa llamativa que usaba como en ser capaz de pasar de una conversación profunda sobre Shakespeare a arrojar un cuchillo y clavarlo en la pared. Hijo de un abogado famoso, era sonriente, usaba anteojos. Su mejor amigo era varios años mayor que él, se llamaba Jack o Bob o Marshall y era hijo de un predicador. Eran tan diferentes el uno del otro que no es de extrañar que el nexo de su amistad estuviera basado en alguna necesidad que esa diferencia pudiera satisfacer. Si el más joven era rebelde, por ejemplo, el mayor era conservador; a cada transgresión del chico, ahí estaba el grande para ponerlo bajo control.
Todo iba muy bien hasta que Tommy advirtió a Jack que no se presentara el lunes en el grupo de religión. ¿Qué podía tener en mente el transgresor? La cosa es que Jack, quien conducía el rezo ese lunes, vio llegar a su amigo y acercarse al círculo que rezaba y disparar a sus integrantes. Mató a varios; hirió a otros más. Jack le gritó: `Suelta esa pistola'', pero tuvo que acercársele y repetirle la orden. Una vez el arma en el suelo, el homicida pidió a su amigo, que no se apartó de su lado: ``Mátame''; atónito, reflexionó: ``No puedo creer que haya hecho lo que hice''.
Una tras otra, las preguntas: Si temías que fuera a hacer algo malo tu amigo, ¿por qué no se lo impediste? ¿No será que uno es cómplice del destino? ¿De qué sirve saber, estar preparado, contar con recursos inimaginados cuando lo único seguro es el azar?
Dos solteronas salían de la iglesia una mañana muy temprano cuando las asaltó un ladrón que les pidió cuanto dinero llevaran con ellas. Ellas no llevaban consigo ni un centavo, y se lo dijeron. Compasivo, el asaltante les arrojo un puñado de monedas y desapareció en la oscuridad del amanecer