...no pierdas el tino, porque si lo pierdes, pierdes el camino... reza la pegajosa letanía que se canta al pegarle a la piñata. Esto es parte de esas tradiciones que se han conservado a través de los siglos y que tienen diversos orígenes. Las piñatas las introdujeron los misioneros a México, como un recurso para enseñar a los indios la situación del alma en pecado y los efectos de la gracia, nos platica don Rogelio Alvarez en el sabroso librito Celebraciones decembrinas en la ciudad de México, que publicaron recientemente el Consejo de la Crónica y el DDF.
Por su parte, los españoles conocieron las piñatas por los italianos; se cuenta que Marco Polo las llevó de Oriente en el siglo XIII, pues en China se elaboraban figuras de animales decoradas con papeles de colores y rellenas de semillas que se esparcían al ser golpeadas con unas varas. En Europa se usa una olla de barro cubierta de papelillos y rellena de dulces, que se quebraba el primer domingo de Cuaresma.
Aquí se utilizó en los primeros años después de la conquista, como apoyo a la catequización: el palo simbolizaba la fe ciega; empuñado con los ojos vendados, destruía la piñata que representaba el maleficio y otorgaba los dones de la gracia. Ahora es parte esencial de las fiestas infantiles y las posadas, que por cierto se originaron en nuestro país cuando en 1587 fray Diego de Soria, del convento de San Agustín Acolman, obtuvo del papa Sixto V la autorización para celebrar unas misas llamadas ``de aguinaldo'', que se efectuarían del 16 al 24 de diciembre, en la maravillosa capilla abierta que todavía existe. Allí se recordaba el viaje que hicieron José y María de Nazareth a Belén, para asistir al censo poblacional que había ordenado César Augusto.
En el siglo XVII se añadieron las procesiones en el atrio del convento, los cantos y la convivencia; en el XVIII se extendió a los barrios y las casas, agregándole al paso del tiempo la piñata, las velas, los cohetes, las luces, los silbatos y el baile, adquiriendo así un carácter religioso a la vez que profano y festivo.
Otra maravillosa tradición la constituyen las pastorelas, que representan los incidentes que vivieron los pastores camino a Belén, en su viaje para adorar al Niño Jesús. Los personajes principales son: San Miguel, que libra cruenta batalla contra Lucifer, o sea la eterna lucha del bien contra el mal, de la que siempre se desprende una moraleja edificante. Parece que la primera se organizó en Zapotlán, Jalisco, en el siglo XVI, en lengua indígena y con propósitos evangelizadores. Esto fue adoptado por los jesuitas, que la popularizaron; en los pueblos les imprimieron su lenguaje y la picaresca. Al llegar a los barrios y a las vecindades, se le añadieron notas soeces y de sexualidad.
Estas simpáticas representaciones que también tuvieron cabida en el teatro, se fueron perdiendo, hasta que hace 30 años Miguel e Irene Sabido y Jaime Saldívar, las revivieron en el antiguo convento de Tepotzotlán, lo que despertó el interés y dio lugar a que comenzaran a reproducirse en muchos otros sitios.
Ahora tenemos todas estas expresiones en muchos ámbitos de nuestra gran ciudad. En el Centro Histórico, en sus antiguos barrios como la Merced, Tepito y la Lagunilla, los vecinos organizan alegres posadas en las que se mezcla lo tradicional con lo moderno; así, se canta la letanía, se celebra la procesión, se rompe la piñata y al final se prende el sonido a todo volumen y se baila de la quebradita al rock.
Los nacimientos se muestran en lugares hermosísimos como el Museo Serfin, en las Casas de Borda, en la señorial avenida Madero o el Montaje Navideño que presenta la Pinacoteca Virreinal de San Diego, con obras del siglo XVII, que representan la Navidad, la Epifanía y los Santos Reyes. Las pastorelas no se quedan atrás, mostrando su gracia en el Museo José Luis Cuevas y en la Casa de Cultura Griselda Alvarez, en Honduras 43.
Una representación modernista es la que se hace en la Alameda, en donde se instalan decenas de Reyes Magos y Santa Closes con panzas de cojín y barbas de algodón, que con elaboradas escenografías divierten a los niños y hacen su negocio, sacándose fotografías en las que los pequeños aparecen con una sonrisa nerviosa, mezcla de alegría y del temor que les producen los estrafalarios y a menudo ridículos personajes.
Este paseo tiene el broche perfecto en el Café de Tacuba, con unos deliciosos buñuelos, tamales, pambazos y un perfumado chocolate caliente.