Ventanas Ť Eduardo Galeano
El cumpleaños

Sally cumplía su primer año de vida en el mundo, y el acontecimiento fue celebrado en grande. La madre, Beatriz Monegal, tendió en el piso un enorme mantel de flores bordadas, de origen inconfesable, y encendió la velita en el mástil de la torta de varios pisos que había comprado, a pagar quién sabe cuándo, en El Emporio de los Sandwiches.

En un santiamén desapareció la torta y se desató la parranda. Los invitados bebieron y bailaron y gozaron hasta rodar de la risa, mientras la homenajeada dormía profundamente, envuelta en ropa limpia y almidonada, dentro de una canasta de verdulería. A las tres menos cuarto de la madrugada, cuando ya no quedaba ni una gota de vino en las damajuanas, Beatriz tomó sus últimas fotografías, apagó la radio, echó a la gente y recogió de apuro todas sus pertenencias.

Y a las tres en punto llegó la policía, a ejecutar el desalojo. Beatriz había invadido aquella casona hacía dos o tres meses, junto a sus muchos hijos negros y a su más reciente amor, que tenía documentos y era rubio y fornido, y bueno para abrir casas a patadas. Cuando sonó la sirena del patrullero policial, ya Beatriz había iniciado su nueva peregrinación. Iba por el medio de la calle, tirando de las varas de un carro lleno de niños y de trapos, seguida por su hombre rubio y sus hijos mayores. Ella iba en busca de otra casa para invadir, y su risa rompía el silencio de la noche de Montevideo