Mundo sin tiempo recrea imágenes de una rebelión que ve a los ojos
Carlos Payán Velver
¡Dios, qué ojos!
Durante más de 20 años me tocó, cada tarde, escudriñar en el acervo de fotografías que presentaban los reporteros gráficos. Atrás de la foto, tamaño postal, estaba siempre la fecha y el nombre de los autores. Pero no había que saber quién las tomó, sino cuál de éstas era válida por su oportunidad, por la información que contenía y, muchas veces, por la belleza registrada y el encuadre magistral.
Ahí, como una baraja, desplegadas las cartas boca arriba, se hacía la selección. Sola, de manera natural, salía aquella que iría a primera plana, las otras que debían desplegarse en las páginas internas, cuál rompería el formato diario para hacer un periódico diferente, único, excepcional.
Hoy tomo este grupo de postales antes de escribir estas líneas, las dejo caer una a una sobre la mesa de trabajo, las esparzo suavemente, creo reconocer la autoría de algunas de ellas. No me atrevo a saber quién es el fotógrafo, ``me chingan estos cóndores'', que diría César Vallejo al pensar en los recuerdos, en la tarea que yo, en otra mesa, había dejado hace algún tiempo.
Descubro, escojo, vuelvo a regresarlas a la tabla. Cierto, esta es otra tarea. ¿Es más amable?, me pregunto. Y digo, me digo, que es otra. Entonces descubro que algo me inquieta y perturba: en casi todas ellas hay miradas, hay unos ojos que me miran, me preguntan, me indagan, me sonríen, me amenazan, me reclaman. Son ojos que penetran los míos. ¿Alucino?: son ojos bellos como de tuberculosos; con pañuelos, con máscaras, con las manos, los enmarcan. Sin esos artefactos, cejas y pómulos, los hacen resaltar. ¡Dios! ¡Qué mundo de ojos!
Una foto me alucina: un hombre, con gorra y paliacate cubriéndole la mitad del rostro, tiene la mirada fija en sus sueños y dos mujeres, junto a él, se han cubierto el rostro, toda la cabeza con una tela enorme. Con las manos tratan de ocultar sus ojos que ya están ocultos por la tela. Sonríen, se mueren de risa, estoy seguro. Y el fotógrafo me deja entonces adivinar esa sonrisa, esos ojos oscuros, inquietos ``de papel volando'', como dice la canción, encerrados en esa jaula de pájaros que han construido con la tela.
Luego esta gran baraja, que ahora me parece un tarot, me habla, me cuenta otra historia. Una historia de hombres, mujeres y niños que quieren cambiar el mundo. Ellos, inmersos en una gran pobreza, en medio de una gran injusticia, en medio de una gran desolación.
Y entonces yo me empiezo a preguntar qué hago yo viendo estas fotografías, este registro, este trabajo de estos otros hombres y mujeres verdaderos que hicieron accionar sus cámaras mágicas para hacernos recordar tantas historias, tantos sueños.
Volteo entonces la baraja y leo: Cecilia Candelaria, Omar Meneses, Eniac Martínez, Fernando Luna, Lorenzo Haguerman, Graciela Iturbide, Paula Haro, Luis Jorge Gallegos, Víctor Mendiola, Paulo Vidales, José Angel Rodríguez, Carlos Cisneros, Antonio Turok, Juan Popoca, Ernesto Ramírez, Carlos Martínez, Francisco Mata, Raúl Ortega, Miguel Juárez, Fernando Castillo, Fabián Ontiveros, Francisco Olvera, José Luis Contreras, Elsa Medina, Laura Cano, Julio Candelaria, Martín Salas, Rodolfo Valtierra, Matías Ricart, Maya Goded, Duilio Rodríguez, Guillermo Castrejón, Patricia Aridjis, Ulises Castellanos, Enrique Villaseñor, Mariana Yampolsky.
Paso lista: He pasado lista de otro puñado de ojos atentos, escudriñadores que nos dan este presente: una bandada de ojos desplegados en la selva para contarnos lo que vieron, lo que pasa, a ojos de pájaros.
Eduardo Galeano
Niebla
La niebla es el pasamontañas que usa la selva. Así, ella oculta a sus hijos perseguidos. De la niebla salen. A la niebla vuelven: la gente de aquí viste ropas majestuosas, camina flotando, calla o habla de callada manera. Estos príncipes, condenados a la servidumbre, fueron los primeros y serán los últimos. Les han arrancado la tierra, les han negado la palabra, les han prohibido la memoria. Pero ellos han sabido refugiarse en la niebla, en el misterio, y de allí han salido enmascarados, para desenmascarar al poder que los humilla.
Detrás de estos pasamontañas --nos dicen-- estamos ustedes. Los mayas, hijos de los días, están hechos de tiempo: En el suelo del tiempo --dice Marcos-- escribimos los garabatos que llamamos historia.
Marcos, el portavoz, llegó de afuera. Les habló, no le entendieron. Entonces se metió en la niebla, aprendió a escuchar y fue capaz de hablar. Ahora habla desde ellos, es voz de voces.
Hermann Bellinghausen
Juego de miradas
El paisaje de la rebelión de Chiapas está en los rostros de los combatientes cubiertos con pasamontañas, que en enero de 1994 crearon un icono del fin de siglo. En los rostros desnudos de miles de mujeres y de niños que se expusieron a la curiosidad del mundo, y que a veces se cubren con un paliacate.
Esta es una rebelión que ve a los ojos, así que el retrato de los zapatistas se ha cifrado, desde el primer momento, en un juego de miradas. ¡Clic! En un afortunado juego en el que en una orilla han estado las miradas oscuras más claras y luminosas, y en la otra un talento fotográfico que, por lo visto, fue contagioso --casi epidémico--, el cual supo fijar con una mirada el tiro del pasaje de nuestra modernidad, surgido en la selva Lacandona.
En los ojos de los hombres y de las mujeres zapatistas las raíces de la cultura maya pusieron el grito de libertad en el cielo, y hubo un ¡clic! oportuno, y luego otro, y otro, y así, ¡clic!, los ojos con los ojos se vieron. ¡Clic!
Antonio García de León
A manera de presentación
Todas las imágenes de esta colección de fotografías fluyen hacia la construcción de un territorio; son luces que, como antorchas, iluminan el lodo del camino, el tránsito de la risa al estupor. Sus relámpagos silenciosos de luz y sombra marcan los bordes de la realidad que desde 1994 entró en un estado de liquidez suspendida, pesada como el sueño, nunca antes vista de este modo por ninguna lente indiscreta. Todo este mundo prisionero de la luz se beneficia de la bruma y de la penumbra, del rayo del sol que penetra la gasa, la ventana y el incienso. Marcadas fuertemente por los días de la guerra, estas imágenes crean y hacen imaginar otros mundos paralelos posibles. Remiten al sopor de los días, a la rapidez del rayo y a la exaltación de la esperanza.
Como aguas suspendidas en donde la miseria y el abandono adquieren dimensión etérea, gracia maternal, fe religiosa, luto o desparpajo, las fotos se fijan a las paredes y a las sombras líquidas del escaparate, a la nitidez impúdica de la máscara, la risa y el pasamontañas. Los destellos apagados e inmóviles, dueños de una vida propia distinta a la ``real'', aparecieron en la prensa de aquellos días, sorprendieron a México y al mundo, y quedaron impresos ya en la memoria, como manchas de historias en el salitre de las paredes y en el material inasible de los recuerdos.
Carlos Montemayor
Llegar a ser hombre verdadero
El niño maya de Chiapas tiene que recorrer un largo y peligroso camino para convertirse en hombre verdadero. No me refiero solamente al hambre, la guerra o la miseria que lo acosan y lo frenan.
Me refiero a la consolidación del largo recorrido interior que se refleja en múltiples aspectos de su vida, pero que gira alrededor de la relación con su alma o ch'ulel. A través del ch'ulel aprende el niño a diferenciar el mundo, a entender los llamados de las entidades invisibles que lo acogen, lo aceptan o le reclaman en los senderos, las milpas, los cultivos, los cerros, los ríos, las pozas de agua, las fiestas.
A través del ch'ulel conoce la tradición y la enseñanza de los antepasados que no desaparecen, sino que están ahí, al lado del mundo.
Pero el ch'ulel no sabe permanecer en el cuerpo del niño y muchas veces, atraído por los lugares que encuentra o por las entidades invisibles a las que se acerca, olvida regresar con el niño y se queda en los lugares de las entidades que lo llaman.
Entonces el niño enferma o pierde su ch'ulel y muere. El crecimiento, su maduración como joven y como hombre, parte de esta gran posibilidad; no perder su alma, sujetarla a su cuerpo, mantenerla con él. Llegar a ese merecimiento, adquirir ese poder sobre sí mismo, equivale hacerse dueño de su ch'ulel, a poseer un lazo profundo con su propia alma. Esto significa llegar a ser un verdadero hombre.
Estos niños convertidos en hombres, relacionados con el mundo a través de un ch'ulel que mantienen sujeto a ellos y que no lo dejan extraviarse, pueden tener una más larga paciencia y una más poderosa fuerza que nosotros para iniciar, mantener o esperar una lucha.
Porque es una lucha que no quieren perder, que no quieren que se extravíe, como el ch'ulel de un niño; la quieren firme y viva, como el alma de un hombre verdadero.