En la comparecencia del procurador capitalino, Samuel del Villar, ante las comisiones de Administración y Procuración de Justicia y de Administración Pública Local de la Asamblea Legislativa del DF --realizada ayer en un ambiente ríspido-- se abordó una vez más la deplorable condición en la que se encuentran los aparatos de justicia y de seguridad pública del país en general y, en particular, de la ciudad de México. Los reiterados señalamientos en torno a este panorama exasperante e inaceptable dan una idea de la magnitud del desafío que tienen ante sí las nuevas autoridades urbanas y de su responsabilidad ante la ciudadanía, en materia de combate a la delincuencia.
Ciertamente, por principio de cuentas, el gobernador Cárdenas, el procurador Del Villar y el secretario de Seguridad Pública, Debernardi, entre otros, tienen la obligación ineludible de emprender la profesionalización, el saneamiento y la moralización de las corporaciones policiales y las instancias de procuración de justicia, tareas que demandan una rigurosa selección de los mandos superiores y medios al frente de tales entidades. En esta lógica, la designación de Jesús Ignacio Carrola al frente de la Policía Judicial del DF constituyó un error ante el cual la sociedad capitalina reaccionó airadamente, toda vez que en la trayectoria del designado --y luego dimitente-- aparecen acusaciones que no han sido satisfactoriamente aclaradas.
Por otra parte, el gobierno de la ciudad, si desea concitar el respaldo ciudadano a su gestión, debe atacar frontalmente las redes y los núcleos de corrupción que, según todas las evidencias, existen --como uno de los más nefastos legados de la época de las regencias-- en el aparato de la administración urbana y, particularmente, los nexos y las complicidades entre sectores policiales y grupos delictivos, nexos sin los cuales es imposible explicar el auge de la criminalidad.
Estas dos líneas de acción, de llevarse a cabo, habrán de traducirse, sin duda, en una perceptible reducción del accionar delictivo y, por consiguiente, en una recuperación de márgenes mínimamente aceptables de seguridad pública. Sin embargo, ha de considerarse que el alarmante incremento de las actividades delictivas que ha padecido la población capitalina tiene también causas mucho más profundas que la mera descomposción imperante en los cuerpos policiacos, la Procuraduría y el poder judicial capitalinos. La más importante de esas causas es, a no dudarlo, el terrible costo social de la política económica vigente en el país desde 1982: desempleo, pauperización de vastos grupos sociales, caída de los niveles de vida y reducción generalizada de las condiciones de vivienda, alimentación, educación, salud y transporte en los sectores más desfavorecidos de la población. Todos estos hechos han tenido a su vez un impacto desastroso para la organización y la coherencia del tejido social: las políticas de ajuste y las crisis sucesivas han destruido sindicatos, barrios, familias e incontables futuros personales.
Es indudable que actuar contra este caldo de cultivo de la delincuencia se encuentra mucho más allá de las atribuciones y las posibilidades de acción del gobierno capitalino, y que, por lo tanto, las medidas de éste en el ámbito policial y judicial no erradicarán por sí mismas la inseguridad, la criminalidad y la violencia. Más aún, las acciones de política social que emprenda la actual administración de la ciudad no lograrán contrarrestar un drama social que se desarrolla en todo el territorio nacional y cuyas expresiones locales no pueden ser vistas --ni resueltas-- de manera aislada.
Ciertamente, esta consideración no debe funcionar como pretexto para la inacción o la pasividad por parte del gobierno de Cárdenas, pero es claro que el combate a la delincuencia y el establecimiento de una seguridad pública son tareas que requieren de la participación de las autoridades federales y de la sociedad en su conjunto, y que deben ser emprendidas, con urgencia, a escala nacional.