De acuerdo con las leyes penales, Joaquín Hernández Galicia, La Quina, pudo haber salido de prisión, beneficiado con la libertad preparatoria, desde mediados del año pasado aproximadamente cuando cumplió las tres quintas partes de su condena, que era de 13 años. Pero la Secretaría de Gobernación, dependencia experta en exámenes de personalidad, no conseguía establecer la presunción de que el ex dirigente petrolero estaba socialmente readaptado después de la terapia carcelaria, y ésta es una de las condiciones indispensables para obtener el beneficio de la liberación anticipada.
Lo cierto es que, en estricto derecho, La Quina jamás debió haber pisado la cárcel por los delitos de acopio de armas y homicidio calificado que se le imputaron a principios de l989, pues esos delitos nunca fueron comprobados. Pero tras los reyes van las leyes, y Carlos Salinas, paradójicamente confinado hoy en Dublín, quiso estrenar su poder con el grotesco golpe propinado a la dirección sindical petrolera en Ciudad Madero y lanzar un rudo mensaje con múltiples destinatarios y un solo propósito. El proceso pudo haberse revisado a principios de la administración actual, al oscurecerse la estrella de Salinas, y que no se haya hecho muestra que el salinismo, como forma de concebir al país, su sociedad y su economía, sigue en pie con otros mandos, y aun con algunos de los mismos.
Verdaderamente, Hernández Galicia no fue un líder seráfico, como no puede serlo, ni se lo propone siquiera, ningún personaje formado en el corporativismo sindical. Llegó a la secretaría general del Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana (STPRM) en diciembre de l961, y formalmente ocuparía el cargo por sólo tres años, durante los cuales enfrentó la inconformidad y los paros de los trabajadores de la refinería de Azcapotzalco y Salamanca, reprimidos los primeros por el ejército, siguiendo fielmente la ortodoxia corporativa. Cumplido su mandato, sería hasta su detención el líder moral o espiritual, de los petroleros. En realidad, seguiría siendo el jefe de grupo capaz de imponer en los cargos de dirección sindical a sus ayudantes e incondicionales, por las buenas o por las malas (recuérdense ciertos episodios oscuros como el de Heriberto Kehoe o el de Héctor García Hernández, apodado El Trampas), y hasta de amenazar a los trabajadores disidentes con la privación de sus derechos.
Pero también el corporativismo tiene sus rudas contradicciones, sobre todo cuando la materia de trabajo sobre la que actúa es nada menos que el petróleo, una industria fundamental para la economía. Durante más de un cuarto de siglo, el gobierno fue indulgente con La Quina, y se hacía de la vista gorda ante vicios tan evidentes como la venta de plazas, el contratismo, y algunos peores. El liderazgo petrolero llegó a creerse dueño de un imperio propio, a posesionarse de espacios empresariales claves, a manifestar desacuerdos abiertos con la dirección general de Pemex, con sectores importantes del gobierno y aun con la presidencia de la República. Al mismo tiempo, con su pintoresca revolución socialista no en un solo país, sino en una sola ciudad, aunque con ciertos alcances nacionales en otras zonas petroleras, se hizo de una importante clientela popular a la que el gobierno llegó a temer seriamente. Parecía que lo único que quedaba por hacer con La Quina y su gente era halagarlos, simularles amistad para que ellos simularan lealtad, así fuera relativa.
A diferencia de De la Madrid, cuyo comportamiento respecto de los líderes petroleros pecó ostensiblemente de pusilanimidad, Carlos Salinas entendió que la fuerza principal del quinismo era delegativa, fincada en el Estado y consentida por el gobierno. Y pudo arriesgarse con el sainete del 10 de enero, si bien tomando todas las precauciones contra huelgas y disturbios populares. Naturalmente, lo consiguió. Y consiguió algo más: amedrentar a la CTM y el Congreso del Trabajo que, luego del desconcierto inicial, se preguntaban lastimeramente qué había sido de la alianza del gobierno y el movimiento obrero organizado. Salinas había decretado el fin del caciquismo y la preeminencia de las instituciones, así que con su truco antiquinista, consiguió también una determinada base social, que le había sido negada en las urnas: los desplegados de prensa de apoyo al Presidente, unos bajo el supuesto de que estaba propiciando la democracia sindical y otros por simple oportunismo, aparecían por docenas y era impresionante la importancia pública de los firmantes, muchos de los cuales seguramente habían votado por Cárdenas.
Pero hubo quienes no se dejaron engañar. No se trataba ni de un asunto puramente policiaco, como se dijo, ni tampoco de una simple venganza personal o un ajuste de cuentas, elementos que en todo caso eran accesorios; mucho menos de acabar con el corporativismo y hacer resplandecer la democracia en los sindicatos, cosa que sólo puede ser obra de los trabajadores. Se trataba de deslastrar a la industria petrolera, empresa y sindicato, de componentes nacionalistas y populistas que pudieran estorbar la política económica neoliberal, la del global village, iniciada tímidamente por la administración anterior. Se trataba de replantear el discurso corporativista para adecuarlo al modernismo según la visión y las visiones de Salinas. Esto quedó claro cuando Guzmán Cabrera, el nuevo líder de los petroleros con nombramiento presidencial, permitió el despido masivo de trabajadores y la mutilación salvaje del contrato colectivo de trabajo y posteriormente con la privatización parcial de la petroquímica.
Con todo, ya era excesiva la saña de la familia gobernante contra un hombre que fue de los suyos. ¿No lo es ya ni volverá a serlo? Tal vez. Pero eso tiene derecho a decidirlo Joaquín Hernández Galicia por sí mismo y en libertad.