El encumbramiento, captura, enjuiciamiento y encarcelamiento de Joaquín Hernández Galicia, La Quina, ex líder máximo del Sindicato Revolucionario de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana (SRTPRM), y quien desde anteayer se encuentra en libertad preparatoria, revelan rasgos fundamentales del comportamiento del poder público en nuestro país y de las transformaciones y pugnas internas que ha venido experimentado en los últimos tres lustros.
Por principio de cuentas, ha de considerarse que, durante décadas, Joaquín Hernández Galicia fue una figura paradigmática en el sindicalismo orgánico del llamado ``régimen de la Revolución Mexicana'': un sindicalismo vertical y autoritario, intolerante, represor implacable de las disidencias, corrupto y corruptor, clientelar y mediatizador de los movimientos laborales. La llamada ``alianza histórica'' entre el Ejecutivo y el ``movimiento obrero organizado'' fue, en realidad, un instrumento de sujeción y control político que aseguraba la pertenencia automática de los agremiados y el voto corporativo al partido oficial. A cambio de ello, los gobernantes otorgaban, en forma legal o no, grandes recursos presupuestales a las cúpulas de los organismos laborales, además de cotos políticos de corte caciquil, lo cual se traducía en una vasta concentración de poderes fácticos entre los líderes charros.
Buena parte de los recursos así obtenidos se destinaba -así fuera de manera discrecional, arbitraria y condicionada a lealtades políticas- a programas de vivienda, empleo, educación, alimentación y desarrollo regional. Las grandes obras sociales realizadas por el sindicato petrolero en tiempos de La Quina en vastas zonas del Golfo de México -empezando por Ciudad Madero, bastión tradicional del quinismo-, aunadas al autoritarismo y al caciquismo sindical que se extendía por tales regiones, son ilustrativas de esas prácticas.
La disputa por el poder que se generó en el seno del grupo gobernante durante el sexenio de Miguel de la Madrid -quien inició la ofensiva antisindical y la desarticulación de organizaciones laborales, que hasta la fecha perdura- se tradujo en un encono político, y hasta personal entre Carlos Salinas de Gortari y el dirigente petrolero, encono que, en los comicios presidenciales de 1988, se tradujo en una severa pérdida de votos para el PRI en las áreas controladas por el quinismo.
Cuarenta días después de haber asumido la Presidencia, Salinas de Gortari ordenó la captura y el encarcelamiento de Hernández Galicia. Para cumplir la instrucción, la PGR no vaciló en recurrir a la fabricación de delitos y pruebas inculpatorias en contra de La Quina, y desdeñó, en cambio, investigar los homicidios de disidentes y las innumerables irregularidades laborales, sindicales y financieras que se cometieron en el SRTPRM durante el liderazgo del ahora liberado. De esa forma, lo que habría podido ser un acto reivindicador de la justicia, los derechos laborales y el estado de derecho, una operación de saneamiento moral en uno de los núcleos más poderosos del corporativismo charro, quedó marcado de origen como una injusticia más, esta vez en contra del dirigente encarcelado, como un escarmiento a los priístas tradicionales que dudaban en apoyar al nuevo gobierno y como un acto de reafirmación de la autoridad presidencial.
Sin duda, el enorme poder extralegal que había acumulado el sindicato petrolero, y que se proyectaba en diversos ámbitos de la vida nacional, fue severamente acotado y reducido, y se desmanteló la obra social y la infraestructura creadas por el grupo de La Quina, con lo cual se dio pie a una severa crisis económica en las regiones correspondientes. Pero con ello se reforzó la sumisión del sindicato con respecto al gobierno, se mantuvo la antidemocracia en las filas de la organización y se preservó la estructura clientelar y corrupta característica del charrismo. Por el contrario, durante el resto de su sexenio, Salinas siguió sirviéndose de esas estructuras para imponer a los asalariados su política económica y para legitimar la firma de sucesivos pactos que les fueron profundamente lesivos.
En suma, es imposible no ver en el juicio político -disfrazado de acto jurídico- contra Joaquín Hernández Galicia, y en su largo cautiverio, un episodio central de la lucha por el poder entre los estamentos del priísmo tradicional y el grupo de jóvenes tecnócratas que empezó a copar las posiciones de poder en el sexenio antepasado.