Cuba es muchas cosas a la vez para la conciencia democrática de América Latina. Pero sobre todo es dos cosas que están en permanente, recíproco, conflicto: un régimen totalitario que, sin embargo, encarnó por décadas la dignidad de todo un continente frente a la arrogancia impune de Estados Unidos. Dignidad y totalitarismo son realidades que es difícil hacer convivir. Y ahí estamos nosotros --todos-- buscando en nuestras conciencias las formas de una convivencia que resulta cada vez más impracticable. ``En tiempos tan oscuros nacen falsos profetas'', dice en alguna parte Joaquín Sabina. Sin embargo, en el caso de Cuba, el escenario se parece más a Monterroso: siguen ahí, inexplicablemente, viejos cultores de una profecía derrotada que convierten su incapacidad para renovarse en virtud suprema. Y que, de paso, hacen pagar a un pueblo entero las consecuencias de una derrota que ni entendieron ni saben cómo remediar.
Y ahora el papa Juan Pablo II, otra encarnación de contradicciones vivientes entre la piedad cristiana y el oscurantismo, para decirlo rápida e inadecuadamente, visitará la isla. Y en un gesto de magnanimidad, Fidel Castro acaba de conceder a los cubanos el derecho de celebrar la Navidad. ¿Qué hacer? ¿Ponernos una máscara de sonrisa cínica o derramar lágrimas sobre la infinita sandez de los totalitarismos?
Pero no es de esto que quiero hablar, sino del desastre económico ininterrumpido que aprisiona la creatividad de todo un pueblo.
Una revolución que fue un acto de decencia continental se ha reducido a ser heredera, en traducción tropical, de las intolerancias, los mesianismos autoritarios y los dogmas económicos de la versión soviética del marxismo. Y así, democracia y mercado se convierten, para desgracia de los cubanos, en deleznables defectos burgueses. Defectos a los cuales la nomenklatura isleña opone una democracia socialista que echa en las cárceles a los que piensan de otra forma y organiza la economía alrededor de un monocultivo suicida y de una planificación centralizada que es amplio muestrario de rigideces, burocratismos y miedos autoritarios a la iniciativa económica de las personas.
De acuerdo, el bloqueo estadunidense ha sido y es un acto de persecución e ilegalidad internacional intolerables. Pero ésta no es toda la historia. Echarle todas las culpas a los gringos es una forma barata de autoabsolución frente a los graves errores de una irracional planificación centralizada.
No se necesita una gran fantasía para entender que una economía está profundamente enferma cuando, para comprar un par de zapatos, es necesario gastar lo que corresponde a un mes de salario; cuando biólogos, ingenieros y abogados ganan alrededor de 30 por ciento de lo que gana un maletero de un hotel para turistas extranjeros; cuando las zafras de ahora no llegan ni al nivel de décadas atrás; cuando verduras, huevos y frutas circulan semilegalmente y a cuentagotas; cuando la prostitución se convierte en una plaga social estrictamente vinculada con la ausencia de alternativas económicamente viables; cuando los ingenieros se convierten en taxistas semilegales; cuando para moverse de una parte a otra del país es necesario obtener permiso de parte de las autoridades; cuando una sociedad entera se fractura entre aquéllos que pueden obtener dólares ofreciendo una plétora de servicios a los turistas y el grueso de la población obligada a vivir con los pesos cubanos; cuando la producción libre de alimentos de parte de los campesinos encuentra trabas burocráticas de todo tipo de parte de autoridades temerosas de perder el control sobre la gente.
Quizás hubo un tiempo en que Fidel Castro podría haber guiado una transición hacia la democracia y hacia una economía con menores controles burocráticos. Pero este tiempo no vino. Y así, el socialismo ha terminado por convertirse en Cuba en un delirio autoritario sin escapatoria. El otoño del patriarca --esa extraordinaria novela de Gabriel García Márquez-- terminó por ser la descripción premonitoria de una historia que en 1959 nadie hubiera dicho que se aplicaría al ahora anciano caudillo cubano.