La Jornada viernes 5 de diciembre de 1997

Pablo Gómez
Cuauhtémoc Cárdenas

Quién hubiera dicho que aquel candidato presidencial de 1988, el que reclamó sin éxito el triunfo frente a Salinas, el derrotado en 1994, el más atacado desde el poder, llegaría a ser el primer gobernador del Distrito Federal.

Hoy, la ciudad tendrá un gobernante elegido pero, al mismo tiempo, habrá de ser protagonista privilegiada de una nueva situación política caracterizada por la tendencia al cambio en la vida pública.

El gobierno de Cárdenas no tiene frente a sí solamente el reto que entraña la crisis urbana, sino principalmente la imperiosa necesidad de la restauración republicana. La función pública ha sido despojada de aquella relación de sometimiento del gobernante al dictado popular, de las obligaciones de servicio de los funcionarios de la administración, de las responsabilidades institucionales, de la transparencia en los manejos de los asuntos que competen a todos.

La función de gobernar ha sido en México el solo ejercicio del poder con el propósito de mantener el poder. La clase política se convirtió en la titular de un derecho monopólico, por lo que el sigilo y la parafernalia cortesana -por completo ajenas a la esencia de la República- fueron los medios a través de los cuales se sustituyó el servicio público por la carrera política burocrática.

Cárdenas ha llegado al gobierno capitalino después de una larga marcha de obstáculos en la cual lo más relevante es la derrota política del poder nacional en la mayor ciudad del país. El nuevo jefe de Gobierno logró la victoria mediante tres instrumentos que conforman un solo mecanismo: la creación de un partido político -aún precario, pero existente-, la crítica sistemática del poder establecido y de la conducta de éste, y la autoridad ética frente a sus adversarios.

En el triunfo de Cárdenas está presente con la mayor fuerza el anhelo republicano, por completo contrario a la simulación y a la corrupción. Los electores del PRD no aspiran a la solución inmediata de todos sus problemas sino a la certeza de que puede construirse la esperanza de algo mejor para la ciudad, el país y su propia familia; lo que quieren es un gobierno honrado que convoque al pueblo a enfrentar los graves problemas, a través de los métodos propios de una democracia republicana.

Por esto, el mayor error del nuevo gobierno sería aislarse del pueblo gobernado, caer en el cretinismo del poder, encerrarse en sí mismo, dar la espalda a los ciudadanos. Cada programa gubernamental debería convertirse en una convocatoria abierta, en acción popular, en esfuerzo colectivo, en una manera concreta de incorporar a muchos.

No es cierto que la ciudad pueda gobernarse solamente con la buena intención de hacerlo bien. La gente tiene que intervenir, las instituciones tienen que abrirse o ser creadas para que el pueblo las camine. En las delegaciones tiene que haber cabildos, en los barrios deben existir formas nuevas de participación política, de organización popular, para convertir en asunto público la vida pública: el nuevo gobierno no debería enfriar a la gente sino calentarla para que ésta haga por sí misma lo que pocas veces ha podido hacer.

La dimensión popular del gobierno de Cárdenas no está a discusión, lo que debe producirse ahora es el refrendo de ese mismo perfil, a través de una gestión política nueva, genuinamente republicana. Es éste el verdadero reto en un país de tanto atraso político y de tanto desconocimiento de la democracia.