Al pensamiento conservador le inquieta el ejemplo político de las figuras probas. Si no destacan, las toleran con cierto aire indulgente. De lo contrario, las niegan. Es muy curioso: antaño los conservadores exaltaban los valores y la sangre derramada de los héroes. Esas piedras y estos bronces, aquellos óleos y las muchas efemérides y símbolos patrios fueron dejando poco a poco cierta difusa noción de ``identidad''. Digamos que algo es algo. Siquiera constancia que aún en los proyectos derrotados, entre verdades y mentiras creció la patria.
Hoy las cosas son distintas. Aborto del ambidextrismo ideológico, el pensamiento neoconservador de América Latina se niega a sí mismo. Su ideología, que consiste en decir que no existe, subordina todas las causas a un proyecto político excluyente: el shopping center. Y cuando sus politólogos escuchan términos como ``dignidad nacional'', esas decimonónicas y malditas palabras que desean purgar del maldito presente, sienten ganas de ir al baño.
Somos, qué duda cabe, herederos del espíritu quijotesco del caballero manchego. ¿Mas convendría pasar por alto que su ejemplo fue reflotado 200 años después de la muerte de su creador, cuando el romanticismo liberal conservador empezó a modelar la cultura política occidental?
Un joven medianamente sensato de nuestros días no es romántico. La actitud no lo vuelve necesariamente reaccionario, pero sí conservador. Después de todo, para cambiar la realidad se requiere de cierta seguridad. Paradoja de nuestros días: si hace 30 años la clase obrera adoptaba posiciones prudentes ante el mensaje revolucionario de la juventud clasemediera, los roles se han invertido en la actualidad. La clase obrera se licúa en la flexibilidad laboral y la revolución social ya no pasad por la toma del poder sino por lo que parece haber sido reducido a utopía de verdad: el derecho al trabajo.
Los jóvenes conocen el drama. De un lado, carecen de la seguridad que teníamos a su edad; por el otro, de poco les sirve nuestra experiencia. Saben que al menos en este siglo, la historia de la rebelión es clara: hambre más miseria no es igual a revolución. Por lo que también saben que cualquier opción de cambio deberá caminar con pies de plomo si es que el autoritarismo desea ser conjurado.
¿Entonces qué? En 1871, Alphonse Daudet publicó Tartarín de Tarascón, historia antiquijotesca poco conocida pero muy popular en su tiempo. Recordémosla. Tartarín, cuarentón tarasconense, regordete y bajito, sentíase insatisfecho en la tranquila monotonía de su aldea, rota tan solo por las cacerías dominicales, en las que, a falta de liebres, agujereaba gorras echadas al aire. Sus lecturas del capitán Cook y de Fenimore Cooper despertaron su compromiso quijotesco.
Así, con la llegada de un circo al pueblo y la vista de un león, se decide. Entre las ovaciones de sus vecinos, Tartarín se embarca con rumbo a Africa. Pero después de muchas correrías, el único león que mata Tartarín es el viejo león que usaban dos nativos para pedir dinero. Tartarín regresa a Tarascón abatido, seguido de un viejo camello por el que nadie le ha querido dar nada y, ¡oh sorpresa!, es aclamado como héroe nacional.
Y es que los pueblos prestan particular atención a las propuestas políticas que buscan cambiar la realidad nacional. No por eso darán un cheque en blanco, pero tampoco escatimarán en el ejemplo de quienes lo intentan. Algo les dice que sólo así se puede crecer. Que toda lucha, por modesta que sea, deberá primero ser emprendida y después, sólo después, se podrá ponderar con buen juicio lo que siempre, inevitablemente, obliga a modificar el sentido original de los ensueños.