Sería de poco valor realizar encuestas para saber cuál es la preocupación fundamental de los capitalinos. Las diferencias económicas y sociales son de tal magnitud que las necesidades de unos hacen que las preocupaciones de otros nada tengan que ver. En algunos grupos sobrevivir es cotidianidad mientras que en otros contratar guardaespaldas es vital. Agua potable contra el valor del dólar son también realidades inencontrables, al igual que vivienda e injusticia crónicas cuando se confrontan con impunidad y corrupción incontrolables y así sucesivamente. El corolario es de sobra conocido: son tantos los Méxicos que conforman el Distrito Federal como urgente la necesidad de acortar distancias.
No hemos sido, lamentablemente, una sociedad que pueda enorgullecerse por su conciencia. La idea de comunidad o de solidaridad ha sido etérea e infrecuente. De ahí los muchos Méxicos, la omnipotencia de nuestros gobiernos y las crecientes muestras de descomposición social. Permitir hurtos, corrupción, vejaciones ha sido el mejor abono para que los abusos se multipliquen. La violencia desde hace dos o tres años ha crecido tan desmesuradamente que ya no quedan capitalinos inmunes a esa plaga. Ser defeño implica ser víctima de la violencia, si no en forma directa, al menos por algún vínculo estrecho. ¿Quién no ha sido tocado por esta enfermedad? El dogma y orgullo priísta, repetido hasta el hartazgo, de ``haber mantenido la paz social'' ha sido arrastrado en forma paralela al inmensurable crecimiento de la pobreza.
No hay duda de que la suma de tolerancia infinita por parte de la comunidad y los monumentales descuidos gubernamentales acumulados década tras década han sido el caldo de cultivo para crear un ``ambiente entrópico'' en nuestra ciudad. Día a día constatamos cómo el caos llama al caos y cómo la violencia genera más violencia. Será necesario que físicos y sociólogos dialoguen para entender los pormenores de ese clima entrópico que ahora nos habita y que ha generado tanta incertidumbre y saña en la ciudad. Quizá sus conclusiones nos permitirán comprender cómo el horror económico --parafraseando el título del libro de Viviane Forrester-- ha sido cimiento del mal de la violencia.
En la Marcha del Silencio desfilaron pocos políticos: o piensan que no hay violencia en su ciudad o desestiman las preocupaciones de la comunidad. Acudieron, acorde con los organizadores, 60 mil personas y 10 mil según la Secretaría de Seguridad Pública. Acostumbrados a las dobles lecturas, pronto se dirá que los coordinadores del evento ``inflaron'' los números con fines amarillistas. El hecho es que hubo caminata y que la mayoría pertenecía a la clase media. La razón es elemental: los muy acaudalados logran, en general, protegerse y a los muy pobres lo único que puede robárseles son sus deudas.
¿Por qué la marcha? ¿Qué queremos los capitalinos? Salir de casa y saber que regresaremos completos. Con la vida, con el cuerpo entero, con la certeza de que lo dejado en el hogar sigue ahí y con el convencimiento de que la ciudad es la extensión natural de la casa. Queremos también caminar sin voltear, dejar de asustarnos cuando veamos en el día o en la noche nuestra sombra y, por supuesto, que los hijos conozcan las calles a pie y jueguen en ellas como antaño. Deseamos que nuestra ciudad sea nuestra.
¿Qué hacer para lograrlo? Una buena medida sería prohibir que los políticos tuviesen guardaespaldas: constatar la realidad, incluida la violencia, podría servir como acicate para comprender lo erróneo de sus discursos. Otro recurso emana de la conciencia de la sociedad: manifestarse cada vez más en contra de lo inadmisible y exigirle a quien corresponda.
No debe dudar el gobierno saliente que el caos nos ha invadido y que la violencia y el desorden no conocen límites. Si nuestros jerarcas no han podido frenar el terror, la comunidad debería tener la fuerza y los elementos para detener la espiral de violencia que por momentos parece asfixiarnos. La voz es nuestra y la justicia es valor universal. Así lo escribió Juan Villoro hace tres días a propósito de la Marcha del Silencio: ``Lo único bien repartido en la ciudad de México es el espanto. Ayer empezamos a caminar para vencerlo''.