Isabel, una pequeña india tlapaneca, murió poco antes de cumplir tres años; la desnutrición y la tuberculosis que le había destrozado el pulmón derecho le impidieron jugar y sonreír sus últimos meses, poco pudimos hacer por aliviar su sufrimiento. En México millón y medio de nuestros niños y niñas, la mayoría de ellos indígenas, padecen desnutrición en grado que, de sobrevivir, habrán de sufrir sus secuelas el resto de su vida.
En estos días en que se discute el presupuesto federal del próximo año y se habla de la necesidad de definir una política de Estado en materia económica, convendría reflexionar acerca de la jerarquización de las prioridades nacionales y el proyecto de nación que pretendemos los mexicanos.
Durante setenta años, el poder omnímodo del partido de Estado fue capaz de sustituir el consenso democrático nacional con el autoritarismo, el dedazo, el charrismo sindical, la simulación electoral, la corrupción, el control de los medios de comunicación, el patrimonialismo del presupuesto; mecanismos éticamente detestables y que a largo plazo frenaron irremisiblemente el desarrollo del país, pero que le permitían funcionar garantizando el sometimiento político, el control ideológico y la disciplina laboral de la población.
El desgaste del sistema político mexicano obliga hoy a rearticular el proyecto de nación sobre nuevas bases. Se requiere una política de Estado acorde con un proyecto de nación que definamos todos los mexicanos democráticamente. Para ello es preciso definir el eje que articule la vida nacional a partir de principios comunes a todos los mexicanos, sin soslayo de la pluralidad e incluso del antagonismo de intereses de los sectores que integran la nación.
El forcejeo del Ejecutivo con las fracciones del Congreso se centra en decisiones de política económica, bajo el supuesto de que el bienestar social sólo es posible en la medida que el modelo económico logre ser exitoso. Este supuesto jamás se ha cumplido; la pobreza en México es producto de la desigualdad en la distribución de la riqueza y no de su escasez. Los acaparadores de la riqueza han sido siempre los beneficiarios de los auges económicos e incluso, su élite, de las crisis. Es cierto, la reducción del IVA no beneficiará a las clases populares; ellas serán, como siempre, sacrificadas a la hora de redistribuir el gasto público según la dogmática neoliberal. Las amenazas de catástrofe que augura el Ejecutivo en caso de tal reducción son un buen argumento para responsabilizar a la oposición de las consecuencias de la aplicación a ultranza de un proyecto que implica necesariamente el sacrificio de los pobres.
El grupo de jóvenes neoliberales que administra el presupuesto del país aprendió muy bien la lección en su paso por las universidades extranjeras; alumnos brillantes basan su aventura personal en la aplicación rigurosa de lo aprendido; no puede esperarse otra cosa de ellos. La esperanza está en la reivindicación de un proyecto nacional pensado en términos del bienestar social de la población, que potencie un gran desarrollo económico. Puede uno pensar en el Japón de la posguerra. Devastado por completo, emprendió un proyecto de reconstrucción a largo plazo. La prioridad nacional fue asegurar la alimentación y la educación de las futuras generaciones. Los niños japoneses de la posguerra, libres de la desnutrición, crecieron al llegar a adultos casi veinte centímetros respecto a sus padres; Japón tiene hoy la más baja mortalidad infantil del mundo y el mayor nivel educativo.
No todo es felicidad: también tiene el mayor número de suicidios en edades tempranas.
Cuando el gobierno de México optó por reorientar la economía hace 15 años, sacrificó el sistema educativo reduciendo el salario a los maestros hasta niveles ignominiosos y desapareció por completo la estructura del Sistema Alimentario Mexicano. Hoy México es uno de los países de América Latina con mayor tasa de desnutrición y el sistema educativo está colapsado. No todo es fracaso: también tenemos una de las mayores tasas de supermillonarios del mundo.