Entre una academia demasiado a menudo recorrida de ridículos esnobismos que paralizan la inteligencia, una izquierda para la cual las ideas parecerían ser irrelevantes frente a la vocación de cabalgar el tigre de la ira social y una derecha que ve la miseria como un fenómeno natural, el desaliento es a veces invencible.
Lo peor es esta vaga sensación de que sean cada vez menores, y precarios, los espacios donde la razón pueda construirse a sí misma. Desde una parte de la cultura académica contemporánea la pomposidad ``teórica'' alimenta una confortable inmunidad frente a las complejidades del mundo. Y dejemos a un lado la inquietante frecuencia con que los académicos descubren la afortunada coincidencia entre sus ideas y las razones del poder. Desde la derecha, lo de siempre: la exclusión o la manipulación grosera de la gente como requisitos de gobernabilidad. Los herederos de Burke siguen con la tradición de convertir todo aquello que desafía sus privilegios en una amenaza civilizatoria. A lo cual corresponde, a menudo, una academia que pone las ciencias sociales al servicio de una sabihonda, erudita, renuncia.
Pero la mayor novedad del presente no es una derecha cínica o una academia que hace de la vacuidad pretenciosa una de las bellas artes. La gran novedad del presente es la pobreza de ideas de la izquierda. Un rasgo especialmente evidente justo ahí donde las ideas son más vitales: el mundo en desarrollo. Y a mayor carencia de ideas, mayor retórica para anestesiar su ausencia.
Cómo combinar productividad y bienestar? ¿Cómo integrarse económicamente al mundo sin desintegrarse internamente? ¿Cómo conciliar innovación técnica con empleo? ¿Cómo hacer del mercado un aliado sin convertir al Estado en enemigo? ¿Cómo salir del atraso sin acentuar los desgarramientos sociales que tradicionalmente lo caracterizan? He ahí algunos de los dilemas que permanecen alegremente sin contestación. Las respuestas no vendrán de un mundo académico dominado hoy por un espíritu retro que mira como verdad absoluta a las modas intelectuales (marginalismo y utilitarismo) de fines del siglo pasado. Por desgracia, no existen sustitutos aceptables a una izquierda pensante y creativa.
Y sin embargo, en lugar que renovar un patrimonio de ideas en plena crisis, la clave de la actualidad es la letanía sobre el neoliberalismo. Un demonio perfecto que permite ocultar lo esencial: la inexistencia de alternativas (digamos, piadosamente, a mediano plazo) al capitalismo. Pero el hecho de que estas alternativas se hayan alejado aún más después del sano derrumbamiento de la URSS (y la interminable agonía cubana), no exime a la izquierda de la necesidad de domesticar energías económicas que dejadas sin control producen desempleo, inequidad mundial, fragmentación social y devastación ecológica. Pero no: a ideas todavía frágiles y genéricas se sustituye una condena moral del neoliberalismo que es la mejor, más cumplida y patética, expresión de la impotencia.
Cualquiera que visite, aunque sea rápidamente, los ambientes partidarios de una parte no pequeña de la izquierda latinoamericana de la actualidad (excluyendo rarísimas excepciones) encontrará una plétora de retórica, expresiones de nostalgia trasnochada y verborrea ``revolucionaria'': signos evidentes de una derrota cultural y política de la cual aún no se vislumbra la salida. Y sin embargo es sobre todo de ahí --de este universo laico y progresista de trabajadores, pequeños empresarios, feministas, estudiantes, ecologistas, indígenas, campesinos, burócratas, desempleados, funcionarios aún no corrompidos por el ejercicio del poder-- que pueden venir alternativas viables a un presente cargado de miseria y estupidez autocomplacida. La mayor desgracia de la actualidad es que aquéllos que hablan en nombre de este abigarrado archipiélago social, demasiado a menudo no saben de lo que hablan, prisioneros como están al interior de derrotas cuyas razones no terminan de entender.