Según los estudiosos de la atmósfera, la globalización va a culminar en una sopa planetaria destinada a quemarnos algo más que la boca. Los casquetes polares se derretirán como helados de guanábana y el mar va a rebasar los bordes del plato en que está servido: se echarán a perder, entonces, los palacios venecianos; los pocos mosaicos que los otomanos dejaron en Estambul; la martirizada Famagusta; la fortaleza de Pedro y Pablo en la San Petersburgo restaurada; San Juan de Ulúa, en Veracruz y, al menos, los pisos inferiores de la torre en forma de estrella en cuya cúspide los dirigentes cubanos observan los tiburones a su alrededor. Entre otras cosas. Los arenales del Magreb se volverán pantanos, las pampas se arrugarán, lo que queda del Amazonas se convertirá en una costra reseca y en la Antártida proliferarán platanares y cocoteros.
Inopinadamente, los gobiernos --o bloques de gobiernos-- más poderosos del planeta aceptan la probabilidad de este apocalipsis planteado en términos de cocción lenta, universal e igualitaria. Ante tal perspectiva, han traducido sus expectativas de desarrollo económico a grados centígrados, y ahora se aprestan a regatear, entre ellos, las temperaturas de nuestro sauna futuro. En la contaminada Kyoto, en la conferencia de la ONU sobre calentamiento planetario, discuten los porcentajes en los cuales es aceptable reducir las emisiones de dióxido de carbono para hacer más lento nuestro hervor, sin que ello afecte las previsiones de crecimiento de sus respectivas economías. Así, Estados Unidos, principal responsable de activar la hornilla, dice que no firma nada si China e India no se hacen corresponsables de bajar, a su vez, sus respectivas aportaciones a la próxima era canicular. El gobierno anfitrión estaría de acuerdo en disminuir 5 por ciento las emisiones, en tanto que la Unión Europea --cuyos funcionarios, diríase, son los menos friolentos-- demandan un corte de 15 por ciento en la generación de los gases industriales que alimentan el horno. Australia es más radical y pide que la disminución sea del 20 por ciento.
Radicales y moderados coinciden en reducir el ritmo al que se está calentando el planeta, pero detener el fenómeno no pasa por la cabeza de nadie: eso significaría parar en seco la industria --incluida la de helados, dirían los más lúcidos y objetivos--, la generación de energía, los servicios, las comunicaciones y hasta las funciones de cine. Parece ser que el modelo civilizatorio mismo en el que vamos montados, nos guste o no, es intrínsecamente caluroso y no hay forma de que aparezca en los aparadores un modelito más fresco.
En tanto, los países en vías de desarrollo, o del Tercer Mundo, o como quiera que se les llame en esta cálida temporada de otoño, no tienen, en Kyodo, gran cosa que decir, por más que algunas primeras damas del trópico estén a punto de perder sus escasas oportunidades de lucir sus pieles. Además, en las universidades y centros de investigación de por acá no se estudian las tribulaciones de la atmósfera. Es cierto que Mario Molina fue de los primeros en asomar el ojo por el agujero de ozono, pero hizo su trabajo del otro lado del Río Bravo.
Nos quedaría el consuelo de ahorrarnos toda la energía que invertimos en la calefacción, energía que podríamos invertir, de ahora en adelante, en enfriar nuestro entorno. Pero se trata de un espejismo. Por desgracia, un calentador genera calor y ya, pero los refrigeradores y aparatos de aire acondicionado generan frío de un lado y calor del otro, como bien lo saben los técnicos en refrigeración y las plagas domésticas, las cuales suelen vivir al amparo de esa función contradictoria.
Acaso la única cosa práctica que se pueda hacer sea organizar el próximo encuentro de la ONU sobre el tema no en Kyodo, sino en el Hospicio Cabañas de Guadalajara, justo bajo la cúpula en la que un Prometeo portentoso flota envuelto en unas llamas de rosticería. Tal vez, cuando voltearan hacia arriba en busca de la inspiración imposible, los expertos y los funcionarios reunidos, reaccionarían al apremio de ese emblema terrible y estarían en condiciones de hacer algo más que debatir la temperatura más adecuada para la cocción del planeta.