Nada de lo que hoy sucede en lo militar o en lo político en Chiapas es producto de la casualidad. Allí hay una guerra, y no hay actividad más planificada que ésta. La formación de municipios autónomos por parte del EZLN, la expansión de la acción paramilitar en Chenalhó y el atentado de Paz y Justicia en contra de los obispos de la diócesis de San Cristóbal, están lejos de ser hechos espontáneos. Son parte de la estrategia de los combatientes, la expresión de una nueva fase de la guerra en la entidad.
Los contornos de esta nueva etapa comenzaron a delinearse hace un año, en diciembre de 1996, cuando el gobierno federal canceló, al menos temporalmente, la negociación política como vía para la solución del conflicto. Su negativa a aceptar la iniciativa de reformas constitucionales elaborada por la Cocopa, ``justificada'' por la máscara de las objeciones de técnica jurídica, buscaba tanto dejar al EZLN fuera de la coyuntura electoral de julio de 1997, como evitar el cumplimiento de los acuerdos de San Andrés.
Esta decisión estuvo basada en el supuesto de que los zapatistas estaban aislados socialmente y contenidos militarmente, y que los comicios federales los sacarían de los reflectores de la política nacional. Desde su lógica, la presencia del Ejército y los programas asistenciales eran suficientes para frenar al Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Pero no consideraba la capacidad de los rebeldes para volcarse en los espacios regionales, avanzar en la constitución de las autonomías de hecho, crecer a nuevas regiones, animar la formación de nuevos sujetos políticos en el ámbito nacional como el Congreso Nacional Indígena (CNI), y fortalecer sus vínculos internacionales.
La marcha de los mil 111 zapatistas a la ciudad de México el pasado septiembre hizo evidente la existencia de una nueva fase en la guerra chiapaneca. Mostró el crecimiento del Ejército Zapatista, su constitución --a pesar de la presencia del Ejército-- en un poder autónomo en varias regiones del estado, la permanencia de una significativa corriente de opinión favorable a su causa, y la incapacidad gubernamental de solucionar el conflicto en el marco del nuevo contexto electoral nacido del 6 de julio. Hizo evidente la ruptura del equilibrio de fuerzas existente hasta diciembre de 1996.
La respuesta gubernamental a esta expansión ha sido la de generalizar la ``paramilitarización'' de la guerra.
Los grupos paramilitares que operan en el estado de Chiapas son diferentes de las guardias blancas y de los escuadrones de la muerte. Las guardias blancas son grupos de pistoleros al servicio de finqueros; actúan bajo sus órdenes. Los escuadrones de la muerte son grupos clandestinos que actúan sobre todo en el medio urbano, amenazando y atacando a activistas populares y defensores de los derechos humanos, usualmente están cohesionados por ideologías anticomunistas, e integrados por elementos de las fuerzas públicas.
Los grupos paramilitares, en cambio, son una red de pequeños ejércitos irregulares que cuentan con mandos, integrados por indígenas, campesinos pobres y maestros reclutados de comunidades beneficiarias de las redes clientelares del priísmo tradicional, entrenados y financiados en una especie de joint venture por las fuerzas de seguridad pública y los grupos de poder local, cuyo objetivo central es tratar de frenar la expansión de la organización independiente.
Su surgimiento, más allá de factores endógenos, proviene de una decisión estratégica del poder. A diferencia del Ejército o las policías, los paramilitares no tienen que rendirle cuentas a nadie, escapan a cualquier escrutinio público. Pueden actuar con la más absoluta impunidad e, incluso, presentarse como ``víctimas''.
Son el instrumento para hacer la guerra que el Ejército federal no puede hacer directamente, para tratar de frenar la expansión de la insurgencia. No es casualidad que hayan surgido en regiones claves del territorio chiapaneco.
El teatro de operaciones de Paz y Justicia, en las tierras bajas de Tila, busca poner un dique al corredor natural de expansión o de salida zapatista.
La acción de los Chinchulines en Bachajón trató de establecer un punto de contención en el frente sur de la zona norte. Y, ahora, el grupo Primera Fuerza, en Chenalhó, aspira a romper una de las ``vértebras'' de la expansión autonómica zapatista en Los Altos.
Otros grupos paramilitares han aparecido ya en el estado de Chiapas. Varios más aparecerán en los próximos meses. Son lo nuevo de una vieja guerra. Son la otra cara de una guerra a la que no nos atrevemos a llamar por su nombre.