La Jornada 2 de diciembre de 1997

A NUESTROS LECTORES

A partir de hoy, nos vemos obligados a incrementar el precio de portada de nuestro periódico de cuatro a cinco pesos.

La empresa editora de La Jornada, Desarrollo de Medios, S.A. de C.V., entiende y lamenta el efecto negativo de esta medida en la economía de nuestros lectores, especialmente en las actuales circunstancias cuando la recuperación económica aún no ha sido percibida por muchos mexicanos y cuando la información del acontecer nacional e internacional es, para muchos ciudadanos, un producto de primera necesidad.

El precio de venta de nuestro periódico se había mantenido sin cambios desde septiembre de 1995. Desde entonces la empresa ha debido hacer frente a incrementos salariales y a una inflación acumulada que ha impactado casi todos los insumos de la elaboración del diario. Tal situación hacía impostergable el aumento de precio a fin de preservar la estabilidad financiera de la empresa.

Una vez más pedimos la comprensión de nuestros lectores y refrendamos nuestro compromiso de entregarles, día con día, un producto informativo honesto y profesional.


NO A LA PENA DE MUERTE

Ante las indeseables reacciones que la violencia y la criminalidad están desencadenando en algunos sectores de la sociedad, deben señalarse, por su peligrosidad, las demandas de suspender las garantías individuales o establecer la pena de muerte en el país, así como los señalamientos equívocos sobre una supuesta protección a los delincuentes por parte de los organismos defensores de los derechos humanos.

Consignas en algunos de estos sentidos fueron pronunciadas en la marcha que se realizó el sábado en esta capital contra la violencia y la inseguridad. Si bien tales lemas no marcaron la tónica general de la protesta, ni mucho menos, el hecho es que están haciéndose presentes, cada vez con mayor fuerza, en la mesa del debate público.

Es obligado reconocer, y entender, la justa exasperación que lleva a adoptar esas consignas extremas a diversos ciudadanos, afectados en sus personas, en las de sus familiares o en sus bienes, por la delincuencia incontrolada. Pero también resulta insoslayable la responsabilidad, en la gestación de estos climas fóbicos y de linchamiento, de diversos medios de información que han venido exacerbando los sentimientos de desprotección e impotencia de la sociedad ante la violencia criminal a fin de crear movimientos de opinión favorables no a la justicia, sino a la venganza, y no a la vigencia de la ley, sino a la institucionalización y legalización de prácticas bárbaras, como la pena de muerte.

Ayer, el titular de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF), Luis de la Barreda, salió al paso de estas reacciones y señaló que recurrir a la pena capital significaría renunciar a principios fundamentales de ética y decencia social. En efecto, la negación o el acotamiento de las garantías individuales y del derecho a la vida son absolutamente inadmisibles no sólo porque esté estadísticamente demostrado, en otras sociedades, que no contribuyen a abatir los índices delictivos, sino, lo más importante, porque su implantación trae aparejada una inevitable degradación moral del Estado y de la colectividad. El ``sí'' a la pena máxima, en efecto, coloca a autoridades y poblaciones en el nivel de barbarie propio de los peores criminales: ejecutar a una persona -independientemente de lo aborrecibles que hayan sido sus delitos- implica matar con premeditación, con ventaja y con la práctica de una atroz tortura sicológica previa, todo ello con la complicidad de la sociedad.

En suma, no debe caerse en la tentación de pensar que la delincuencia, la inseguridad y la violencia pueden ser combatidas con sus mismos métodos bárbaros, o que el espectáculo de las ejecuciones bastaría para inhibir o disuadir a los infractores.

Si es el propósito nacional avanzar en la vía de la convivencia civilizada, entonces las acciones correspondientes deben ser la aplicación rigurosa, sí, de las leyes vigentes, con respeto a los derechos humanos; el saneamiento, la profesionalización y la dignificación de las corporaciones policiales y la erradicación de sus vínculos, cada vez más escandalosos, con el mundo del hampa; finalmente, es imprescindible revertir los costos sociales del modelo económico y de sus crisis recurrentes -pobreza, marginación, desempleo, hacinamiento, carencias educativas y de salud y desarticulación del tejido social y de las estructuras familiares-, los cuales constituyen, en conjunto, razones profundas y caldo de cultivo para la proliferación de la violencia, la delincuencia y los delincuentes.